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La vacilante política energética de Rajoy irrita a consumidores, ecologistas y grandes eléctricas

Las medidas para reducir el llamado déficit de tarifa, que comenzó a generarse en el año 2000, suponen una amenaza para los contribuyentes, que acabarán pagándolas de su bolsillo

VICENTE CLAVERO

El Gobierno de Rajoy ha conseguido lo que parecía imposible: irritar al mismo tiempo a todos los agentes del mercado eléctrico. Su reciente decisión de no cubrir el déficit de tarifa con cargo a los Presupuestos del Estado ha puesto en pie de guerra a las empresas suministradoras. Pero es también una seria amenaza para los consumidores, que tarde o temprano acabarán pagándolo de su bolsillo.

El déficit de tarifa es la diferencia entre el coste reconocido del servicio y lo que se abona a través del recibo de la luz. Empezó a generarse en el año 2000, siendo vicepresidente económico Rodrigo Rato, con objeto de evitar que las subidas del precio de la electricidad complicaran el cumplimiento de los objetivos de inflación y, como consecuencia de ello, la entrada de España en el euro.

Desde entonces, el déficit de tarifa ha ido creciendo sin descanso y a 31 de diciembre de 2012 rondaba ya los 26.000 millones. Una cantidad que se financia mediante el Fondo de Amortización del Déficit Eléctrico (FADE), cuyos títulos avala el Estado, pero que acaban sufragando los consumidores con recargos en sus recibos que suman del orden de 2.500 millones de euros anuales.

So pretexto de no seguir engordando esa bola de nieve, el ministro de Industria, José Manuel Soria, ha promovido diversos cambios normativos, todos ellos muy controvertidos, que culminaron el pasado mes de julio con la presentación en el Congreso del proyecto de ley del Sector Eléctrico, unánimemente rechazado por la oposición.

Una de sus decisiones más polémicas de Soria ha sido eliminar las primas a las renovables, incluidas en los costes reconocidos del sistema eléctrico y que habían permitido una fuerte expansión de las energías de origen eólico y fotovoltaico durante los últimos años, en consonancia con los objetivos de la Unión Europea.

Esa expansión, junto con las optimistas previsiones hechas antes de la crisis, han llevado a que la potencia eléctrica instalada en España sea hoy de unos 105.000 megavatios, de los que entre 60.000 y 70.000 no están sujetos a la incertidumbre atmosférica. El mayor pico de demanda, registrado en 2007, fue de sólo 44.000 megavatios, según fuentes oficiales.

Los partidarios de las fuentes tradicionales de energía sostienen que el exceso de potencia instalada obedece a la sobreprotección que disfrutaron las renovables en tiempos de Zapatero, con primas que en el caso de las fotovoltaicas alcanzaron los 460 euros por megavatio, nueve veces el precio medio de mercado. Por el contrario, movimientos ecologistas como Greenpeace aducen que la situación actual se habría evitado con una progresiva sustitución de las centrales que se alimentan de gas, carbón o energía nuclear.

Pero si la desaparición de las primas ha levantado protestas, más aún lo ha hecho su carácter retroactivo, que incluso ha merecido la censura de Bruselas. Tanto la Asociación Empresarial Eólica como la Unión Española Fotovoltaica se han quejado de la inseguridad jurídica que eso representa y de que 'miles de inversores' estén condenados a la ruina por culpa del Gobierno. Los productores de energías alternativas no pretenden que las primas se eternicen y consideran lógico que vayan reduciéndose a medida que disminuyan los costes y aumente la eficiencia de las instalaciones. Pero reclaman también que se eliminen los apoyos a los combustibles fósiles y que se establezca una fiscalidad más clara en relación con la lucha contra el cambio climático.

Otra de las ideas de Soria fue precisamente la creación de un impuesto que penalizaba el autoconsumo mediante paneles solares y minimolinos eólicos, cosa que también disgustó en Bruselas, porque conspiraba contra el objetivo de la Unión Europea de reducir su elevada dependencia energética.

Por si todo ello no fuera suficiente, en los últimos días el Gobierno ha provocado las iras de las grandes eléctricas agrupadas en la patronal Unesa (Iberdrola, Endesa, Gas Natural Fenosa, Hidrocantábrico y E.ON), ya de por sí poco satisfechas con sus continuas modificaciones del marco regulatorio.

La gota que ha colmado el vaso de su paciencia ha sido una enmienda del PP en el Senado a la ley del Sector Eléctrico que rompía el compromiso de Soria de cubrir este año el déficit de tarifa con cargo a los Presupuestos. La aprobación de esa enmienda puede tener un impacto en los balances de las eléctricas no inferior a los 3.600 millones de euros, a la espera de que se encuentren fórmulas para financiarlo, que el ministro de Economía, Luis de Guindos, ha prometido buscar.

La enmienda fue impuesta por Montoro, contrario a cualquier medida que complique la consecución del objetivo de déficit público fijado para 2013 (6,5%) y que viene manteniendo serias discrepancias con Soria sobre la manera de solucionar el agujero del sistema eléctrico. El pulso entre ambos ha requerido en algunos momentos incluso la mediación de la vicepresidenta del Gobierno.

Este triunfo de Montoro, en cualquier caso, constituye una auténtica espada de Damocles que pende sobre la cabeza de los consumidores, como han advertido las asociaciones que los representan. También el presidente de Unesa, Eduardo Montes, ha advertido que, a medio plazo, los 3.600 millones acabarán recayendo en el recibo de la luz.

Si así fuera, se agravaría el hecho de que España sea uno de los países donde más cuesta la electricidad, después de que haya subido un 63% en los últimos diez años. Hoy, una familia media paga 615 euros cada doce meses por ese servicio básico, frente a los 360 de 2003.

Una de las fórmulas que se citan de forma recurrente para aligerar el recibo de la luz es sacar de él conceptos que no tienen nada que ver con los coste de generación, que apenas llegan al 50% del total. Entre ellos los derivados de una red de distribución sobredimensionada, del mantenimiento de las explotaciones de carbón o del sistema extrapeninsular. El problema es que, si el Estado asume esos costes, dejarán de pagarlos los consumidores, pero lo pagarán los contribuyentes.

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