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Purgas de ricino

La propaganda franquista tapó la crueldad aplicada por la represión del régimen a las mujeres republicanas

DIEGO BARCALA

El castigo del franquismo sobre las mujeres fue doble. Por “rojas” y por “liberadas”. De una punta a otra de la España sublevada, se repitieron los mismos métodos de tortura física y psicológica. Se pueden resumir en tres: las purgas con aceite de ricino para que su fuerte poder laxante depurara su “tóxico interior”, raparlas al cero para censurar su supuesto libertinaje, y la prohibición absoluta de mostrar cualquier tipo de luto a las viudas, hermanas y madres de fusilados.

Muchas murieron presionadas para que delataran a sus parejas. Otras quedaron presas en la posguerra. Sin embargo, la estrategia franquista diseñó un plan para que las únicas víctimas femeninas que salieran de la memoria del conflicto fueran las monjas, a pesar de que murieron poco más de 280 religiosas. Unas cifras muy alejadas, por ejemplo, de las casi 500 mujeres que murieron en la cárcel de Burgos a manos de los franquistas. Y más lejos aún de las 5.000 reclusas republicanas de la cárcel de Ventas (Madrid), a pesar de que su capacidad sólo era para 450 personas.

Dolores Ibárruri, La Pasionaria, fue recibida en 1977 de su exilio en Francia por una auténtica multitud. Entre el público apareció un grupo de mujeres con un atuendo inesperado y un ramo de rosas rojas. Eran monjas. ¿Religiosas recibiendo a una histórica dirigente comunista? En la memoria de estas mujeres pervivía el momento en el que La Pasionaria las protegió de los ataques de unos milicianos en un convento del Madrid asediado de la Guerra Civil. La anécdota es de la inacabable cosecha del poeta comunista Marcos Ana, presente en aquella festiva recepción.

Desde la muerte de Franco, decenas de historiadores trabajaron para desmontar los mitos históricos de la dictadura. Una interpretación dirigida por la jerarquía católica que mencionó con intencionada frecuencia las atrocidades cometidas contra las novicias. Pese a que, como es obvio, no debió morir ninguna, de una población de 45.000 monjas en 1931, fueron asesinadas 283, según los estudios de 1961 del obispo Antonio Montero Moreno que recoge el historiador Julián Casanova en La Iglesia de Franco (Crítica). El régimen cultivó una imagen paternalista sobre las mujeres, a pesar de reservar para ellas un espacio ínfimo en la vida pública.

Los investigadores han encontrado descripciones sanguinarias. Fernando Obregón ha documentado la muerte de 116 mujeres en Cantabria desde 1937, cuando la provincia fue tomada por Franco. “A muchas las mataron sólo porque no pudieron atrapar a sus maridos que habían conseguido huir a Francia o estaban en el frente. No les importaba que tuvieran hijos o que estuvieran embarazas”, resume. Y señala dos casos: una mujer de Los Corrales fue fusilada pese a tener siete hijos, el menor de 10 años, y otra, en Puente Viesgo, recibió la humillación de un cura por tratar de lavar la ropa en el río un domingo. “Le tiró el balde al agua y le dijo: ¿No sabes que no se trabaja los domingos?”. La humillación continuó en la posguerra y, en ocasiones, más de una fue expulsada de su pueblo.

Muchas otras sufrieron la tortura de la prisión. Es el caso de Blanca Brissac, la mayor de las 13 rosas, las mujeres del penal de Ventas fusiladas en agosto de 1939. Blanca tenía 29 años, no había ocupado ningún cargo político relevante y “era muy religiosa”, tal y como describe el periodista Carlos Fonseca, autor de Trece rosas rojas (Temas de hoy). Fusilaron a toda su familia. Sobrevivió su hijo Enrique, que guarda la carta que su madre le escribió antes de morir. En la misiva, Blanca le pedía que no guardara rencor a los verdugos, y le rogaba que hiciera la comunión bien preparado, “tan bien cimentada la religión como me la enseñaron a mí”, decía.

Las condiciones de la prisión marcaron a las supervivientes. “A algunas les pusieron cuñas en las uñas, y les dieron corrientes eléctricas en los dedos y en los pezones”, cuenta uno de los testimonios recuperados por la ex presa republicana Tomasa Cuevas. El documental Del olvido a la memoria. Presas franquistas, emitido en La Sexta, recuperó los recuerdos. “Hubiera preferido que me siguieran dando palos antes de ver a una compañera salir para no volver”, describe en aquel reportaje Concha Carretero .

Para Cayetano Ybarra, investigador en Extremadura, aquellos castigos tenían mucho que ver con la concepción social que el franquismo tenía de la mujer: “Era un objeto sexual de usar y tirar, una sirvienta, como la describe Primo de Rivera en las normas de la sección femenina. Por contra, en el bando contrario, formaban parte del Ejército”. Esas posiciones enfrentadas explican el salvajismo de la represión. “El gobernador militar llegó a mandar a las farmacias que ahorraran todo el aceite de ricino posible. Las pobres defecaban vivas en mitad del pueblo”, detalla.

La mayoría eran atacadas por su relación con republicanos, pero no faltaron las rencillas personales. Como el caso de Amparo Barayón, esposa del escritor Ramón J. Sender, fusilada en Zamora por Santiago Vilora, un pretendiente al que había rechazado en su juventud. En la cárcel, como a otras mujeres, le arrancaron a su hija de seis meses de los brazos. “Los rojos no tenéis derecho a tener hijos”, le dijo uno de los guardianes, según relata Casanova en su libro. No existen números globales de mujeres asesinadas. En lugares concretos como Zaragoza, ciudad investigada por Casanova, el desfase entre la represión practicada por uno y otro bando es importante. En las comarcas orientales dominadas por milicianos anarquistas, murieron 17 mujeres. En las falangistas, asesinaron a cerca de 300.

Otro recuento basado en los registros civiles es el de las 65 mujeres maestras “depuradas” en la provincia de Salamanca. Su posición pública las hizo un objetivo fácil. El Tribunal de Responsabilidades Políticas dictó el fusilamiento de Esther Martínez Calvo, maestra de Salas de los Infantes (Burgos), bajo el siguiente informe de la Guardia Civil: “Envenenaba a los niños con sus doctrinas y propugnaba por el amor libre”. El párroco colaboró en el linchamiento: “Su condición moral y religiosa ha sido del todo negativa. Me aseguran que aún en sus vestidos lleva los colores de la bandera comunista. En fin, que es una niña de mucho cuidado”.

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