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Tierra sin muertos

La recuperación de la identidad de las víctimas del franquismo sigue con métodos precarios. Un cirujano jubilado trabaja para identificar a 25 vecinos de Torquemada (Valladolid), fusilados y enterrados en una fosa en 1936

DIEGO BARCALA

La cebada crecía más alta y más verde en La Tierra de los Muertos. El único que sabía por qué sucedía aquello era el dueño de la finca, el mismo que detalló, el pasado 13 de octubre, dónde estaban enterrados los 25 vecinos de Torquemada (Valladolid), fusilados el 9 de septiembre de 1936 en Santoyo (Palencia). El nombre que los vecinos de la comarca dieron a la parcela fue tan sobrecogedor como la manera con la que los falangistas marcaban las fachadas de quienes iban a ser depurados: con una cruz negra junto la puerta.

Fueron señalados y, cuatro días después, fusilados. Su militancia socialista le costó la vida al alcalde de Torquemada, a varios de sus concejales, a muchos jornaleros y hasta al chico que repartía el periódico del Frente Popular, apodado el Mendico. Todos ellos, 72 años después, han dejado a la tierra de Santoyo sin los muertos que le dieron nombre. Sus restos se acumulan ahora en cajas de plástico, identificados con un número, a la espera de que el doctor Albano de Juan les ponga nombre y apellidos en su laboratorio improvisado, gracias a la colaboración del campus en Palencia de la Universidad de Valladolid.

De Juan no lo tiene fácil. Aparte de alguna ayuda ocasional, sólo dispone de tiempo, que no es poco; desde la exhumación, hace 27 días, apenas ha podido completar un esqueleto. Este cirujano de 67 años se encuentra jubilado y ha rescatado sus conocimientos de anatomía forense a marchas forzadas. Sus herramientas son un cepillo de dientes para limpiar los huesos, una lupa, cola para pegarlos y un atlas de anatomía humana.

A pesar de la precariedad, encuentra una motivación en la emoción que le produce reconstruir las últimas horas de los 25 fusilados. “A veces me gusta estar solo para imaginar sus pensamientos. ¿Pensarían en sus familias? ¿Se arrepentirían de sus ideas en el último momento? ¿Estarían orgullosos de haber defendido la legalidad constituyente?”, describe con una mandíbula reconstruida entre sus manos. “Mira esta fisura, se la partieron con el hueso aún vivo, por eso no tiene el color de otras fracturas. Sería un puñetazo o un culatazo quizá”, explica.

Su trabajo es el penúltimo paso del proyecto que la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica de Palencia envió al Ministerio de Presidencia para obtener una subvención de 40.000 euros. “Apenas para alquilar la pala mecánica, las comidas y los desplazamientos. Si los profesionales cobraran su trabajo no daría para nada”, comenta. La iniciativa acabará con un monumento erigido sobre el nuevo emplazamiento de los restos. Esta vez, en un cementerio digno. El proceso comienza con un documentalista que investiga puerta por puerta de cada vecino. El arqueólogo dirige la excavación junto con el antropólogo, y el médico forense les devuelve, finalmente, su nombre. La austeridad es tal que las pruebas genéticas suenan casi a ciencia ficción.

“Sabemos que uno de ellos tenía un brazo roto; otro, más de 70 años, y el repartidor de periódicos, apenas 16. Sin embargo, la mayoría tienen entre 25 y 35 años. Con esos será difícil”, reconoce. Sus pistas se basan en la edad y la constitución física. La información más precisa que ofrecen los huesos son los orificios de bala. Aparecen sobre todo en las calaveras, a veces incluso son dos los tiros de gracia. Los disparos atraviesan los hombros, las costillas y hasta las caderas.

Pero lo que más destaca De Juan es que el calibre de la munición usada ayuda a identificar a los verdugos. “El calibre es de la utilizada por la Guardia Civil”, explica. Los datos recuperados por el documentalista, Pablo García Canales, señalan a una retahíla de motes: El Maño, El Valero, El Carnicero de Torrejón... Nombres conocidos por todos los vecinos de los pueblos donde se produjeron los crímenes que se unen a la colección de leyendas que circulan sobre el dolor de conciencia que les acompañó el resto de sus vidas. “Dicen que uno de ellos fue a cazar y cayó en una zanja, entonces se volvió loco y comenzó a gritar que le agarraban de los pies, que venían a por él. Eran los fantasmas de todos los que había matado y lanzado a la zanja”, relata Isabel Tejada, nieta de uno de los fusilados.

La familia de Tejada es una de las decenas que quedaron marcadas durante décadas con los crímenes de Torquemada. El saldo de huérfanos habla por sí solo: 14 niños quedaron sin padre ni madre y cerca de 80 más perdieron a su padre esa noche de septiembre de 1936. Uno de esos huérfanos acudió en 1945, nueve años después del fusilamiento, a un juzgado a registrar la muerte de su padre: Teodomiro Civera Valdeolmillos, alcalde socialista del pueblo y diputado provincial. Según los testigos, los falangistas y guardias civiles que se encargaron de los fusilamientos le obligaron a ver cómo mataban a sus compañeros de desgracia. La documentación recuperada es tan precisa que detalla que los prisioneros estaban atados con las cadenas prestadas por Domingo Canales, que las utilizaba para atar a sus vacas.

Una vez rematados en el suelo fueron abandonados. Pasaron 48 horas tirados en la cuneta. Nadie del pueblo quiso hacerse cargo del entierro. Ese tiempo fue esencial para ubicar los restos. El testimonio clave lo precisó un testigo de más de 80 años. Residente en Vitoria, se enteró por la prensa de que buscaban cuerpos en Santoyo. Sin pensarlo dos veces, se presentó en Palencia, en la misma cuneta en la que su padre paró su camión aquella noche de septiembre de 1936. Con nitidez recordaba cómo unos guardias pararon a su padre, le preguntaron dónde iba y le dejaron ir. A 200 metros oyeron los disparos. Juró que volvería a desenterrar los cuerpos de La Tierra de los Muertos”.


Vicenta Hilario, de 78 años, tenía seis cuando su padre fue fusilado en la fosa de Santoyo

Observa las explicaciones del doctor De Juan con enorme curiosidad por conocer qué técnicas utiliza para identificar los cuerpos. Tiene 78 años y quizá esa curiosidad es la que le ayudó, con seis años, a superar que se había quedado huérfana de la noche a la mañana por algo que nunca ha alcanzado a entender. Vicenta Hilario era la menor de las cuatro hijas de Clementino, pastor y afiliado al PSOE. Dos años antes, había perdido a su madre, que murió en un parto complicado.

Aunque su vida es un homenaje a la fuerza, el menor recuerdo del día en que se llevaron a su padre le desata las lágrimas. 'Estaba en Villaviudas y mi tía le avisó de que tenía venir, porque le buscaban. Se presentó y se lo llevaron. Me acuerdo del día que vino a despedirse y me dio un beso.

Después, sólo recuerdo como pasó el camión con él atado', recuerda. Su hija, Isabel Tejada, asegura que esa imagen de su abuelo en el camión ha perseguido a su madre durante toda su vida. 'Hay gente que dice que no se habla de la víctima durante años, pero en nuestro caso no ha sido así; mi abuelo ha estado presente en todas las reuniones familiares, en cada Navidad', añade. El día de la exhumación, el pasado 13 de octubre, supuso para Vicenta la liberación de su pesadilla del camión. El doctor De Juan, que ahora trata de identificar cuál de los 25 cuerpos es el de su padre, asegura que la catarsis emocional que le supone a los hijos descubrir los huesos del familiar que desapareció de repente, es un gran alivio. 'El que no lo entienda así, es que no tiene sentimientos', completa Vicenta.

Madre, hija y nieta colaboraron en la exhumación. Isabel recuerda cómo su hija le preguntó: '¿Cuál de todos será el abuelo?'. Isabel le contestó tajante: 'Todos, hija; han pasado 70 años juntos, a estas alturas todos son tu abuelo'. Sin embargo, se muestran ansiosos por la identificación. 'Si dicen que una prueba de ADN vale 600 euros, lo pagamos nosotros si hace falta, pero es que nos han dicho que son 3.000 euros', se resigna. Cuando acaben las identificaciones esperan volver a reunir a los 25 cuerpos. Esta vez en una fosa digna.  

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