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El supuesto progre que adora a Fraga

Gallardón es un pragmático capaz de combinar, sin coste aparente, los guiños a la izquierda y los piropos a Aznar

PERE RUSIÑOL

Alberto Ruiz-Gallardón cursó la carrera de Derecho, pero en realidad lleva 25 años estudiando cómo y cuándo va a convertirse en el líder del centroderecha español. Tras una espera tan larga, sobrellevada entre el estoicismo y la exasperación, el gran momento al que ha fiado toda una vida parece a la vuelta de la esquina. Aunque le quedan todavía unos cuantos obstáculos por sortear y puñales por esquivar.

“Todos veíamos que ese chico con cara de empollón y quizá exceso de soberbia era muy inteligente y que estaba llamado a dirigir algún día el partido. Él también lo tenía claro”, rememora un fundador de Alianza Popular (AP), convencido aún de que Manuel Fraga también lo daba por seguro: “Si Fraga prolonga su carrera política es porque quiere dejar a su hijo espiritual al frente del partido”, agrega.

Ese chico de poco más de 20 años era hijo de José María Ruiz-Gallardón, político conservador y abogado de confianza de don Manuel. Y aterrizó en la sede de AP como un auténtico agitador de la derecha, muy alejado de la imagen centrista que fue cultivando con los años. El PSOE acababa de llegar al poder y eran los años de la gran ruptura cultural con el franquismo, unos nuevos tiempos que el joven Ruiz-Gallardón combatió con saña desde su primer puesto institucional, como concejal desde 1983 en el Madrid de la Movida y el carpe diem.

Jorge Verstrynge, entonces secretario general de AP, le recuerda como un joven demasiado derechista incluso para aquel partido que aún no había iniciado su viaje al centro. En Memorias de un maldito, (Grijalbo, 1999), Verstrynge cuenta que le cortó el paso como líder de las juventudes con el siguiente argumento: “Le descarté por venir propuesto por los hombres de [Laureano] López Rodó, es decir, por el Opus, así como de un dirigente del partido de Cruz Martínez Esteruelas”.

La pátina progre vino mucho después, cuando la travesía del desierto le obligó a ampliar horizontes y engordar su activo como presidenciable con posibilidades reales de ser elegido. Pero cuando llegó, fue arrolladora: incorporó a su equipo a Alicia Moreno –hija de Núria Espert–, involucró a una de las musas de la izquierda –Ana Belén– en una campaña publicitaria de la Comunidad, tejió complicidades con los nacionalistas cuando su partido les demonizaba, se granjeó amistades muy importantes en medios progresistas –ha bautizado una calle con el nombre de Jesús de Polanco, el fundador ya fallecido de Prisa–, combina elogios al Gran Wyoming –que la derecha equipara casi a Satanás– con querellas contra Federico Jiménez Losantos –el locutor estrella de la emisora de los obispos–. Y encima, casó homosexuales cuando su partido llevaba la ley al Tribunal Constitucional.

Lo más asombroso de esta transmutación es que Gallardón ha hecho todo el viaje sin soltar lastre: mientras la izquierda le jalea, dedica panegíricos a Fraga en el mismo acto en que el ex ministro de Interior de Franco sugiere “colgar” a los nacionalistas, aúpa como alcaldesa en potencia a Ana Botella, piropea a su marido, José María Aznar, y acompaña a su suegro, el ex todopoderoso ministro de Franco José Utrera Molina, a un acto de “desagravio” convocado porque la Diputación de Málaga le ha desposeído del título de Hijo Predilecto. Todo al mismo tiempo y sin ningún coste.

“La gran virtud de Gallardón ha sido la astucia, más incluso que la inteligencia. Es un pragmático, el único capaz de ganarse a la vez a progres y neofranquistas”, opina un ex funcionario de AP que trató mucho con el hoy alcalde de Madrid cuando Fraga le nombró secretario general, en 1986, en plena erupción interna que no amainaría hasta que José María Aznar se hizo con el poder en el partido, en 1989.

Con Aznar se encauzó el futuro de los conservadores, pero se oscureció el de Ruiz-Gallardón: comenzó su ostracismo y su inacabable espera, casi siempre paciente, convencido de que acabaría llegando su hora.

“Aznar nunca se fió de él porque se daba cuenta de que era su verdadero rival”, cuenta un miembro de la Ejecutiva del PP en los noventa. Pero otro motivo explica su defenestración: el caso Naseiro. Cuando estalló el escándalo de corrupción que puso contra las cuerdas al PP, Gallardón dirigió la investigación interna y afeó a muchos de los que rodeaban a Aznar. Nunca se lo perdonaron. “Sus conclusiones cayeron como una bomba y acabó convirtiéndose en la víctima de su trabajo”, rememora un dirigente que participó en aquellos tensos debates.

Gallardón se quedó solo, relegado al papel de outsider a su pesar y con pocas armas: tesón por llegar, inteligencia, olfato. Se abrió a mundos extraños para su partido –la transmutación era pura supervivencia– y mostró que es una máquina de ganar elecciones: desde que en 1995 llegó a la Presidencia de la Comunidad de Madrid, ha ganado siempre con mayoría absoluta, en el Gobierno regional y en el Ayuntamiento.

Las máquinas no entienden de sentimientos. Cuando en el debate de las pasadas municipales Miguel Sebastián le sacó la foto de la conseguidora Montserrat Corulla, Gallardón tuvo que decidir en un segundo si arriesgaba su carrera política o su matrimonio. Eligió la política: “No entre en cuestiones personales”, bramó. Y luego, una vez cortocircuitado el peligro, salvó incluso su matrimonio.

El tsunami que amenaza al PP lo ha acercado paradójicamente al puesto que tanto ansía. Pero incluso sus mejores amigos saben que el ventilador sigue girando y que sus enemigos están heridos, pero conservan los puñales.

En las oposiciones a fiscal, Gallardón arrolló y obtuvo la segunda plaza. Pero en las auténticas oposiciones que hace tantísimo que prepara, sólo sirve quedar primero. Y además debe llegar sin que se le vean las magulladuras.

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