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El federalismo frente a la irracionalidad

David Giménez Gluck
Director adjunto de la Fundacion Ideas

En el constitucionalismo comparado, federar es unir. En Europa, se conoce como federalistas a los que desean más poder para la Unión Europea, menos soberanía estatal. Los padres fundadores de Estados Unidos se dividieron entre los que querían más Unión y menos poderes para los Estados, y los que pretendían lo contrario. A los primeros -Hamilton, Madison, Jay- se les conoció como los Federalistas. Sin embargo, en España, por razones históricas que no viene al caso detallar, el federalismo se ha identificado erróneamente con la disgregación. Vestigios de la Primera República y su cantón de Cartagena. Esta es una de las principales razones por la que la Constitución de 1978 evitó adoptar de manera nítida para España esta forma de Estado, que es, sin duda, la que mejor se adapta a la realidad histórica y social de nuestro país.  Antes de ponernos a argumentar, por tanto, debemos dejar claro que un federalista está, por su propia naturaleza, en contra de la secesión de Catalunya, tanto como el que más.

Nuestra oposición a la independencia de Catalunya, sin embargo, al contrario de lo que suele ocurrir en los planteamientos de la derecha, no tiene un componente nacionalista español. Es una oposición que podríamos identificar con la racionalidad, más que con los sentimientos nacionales. En un mundo donde los Estados nación no son capaces, por sí mismos, de resolver ninguno de los principales problemas a los que nos enfrentamos -el cambio climático, el crecimiento económico sostenible, la regulación de la economía financiera internacional, la delincuencia organizada, etc...-, los federalistas pensamos que todos los europeos, incluidos los españoles, deberíamos estar debatiendo seriamente sobre cómo construir una verdadera unión política, capaz de dar una respuesta adecuada a estos desafíos, a través de una Europa federal, que legitimara democráticamente las instancias comunitarias donde se están tomando las decisiones que más afectan a la vida de la ciudadanía.

En lugar de ello, la opinión pública mundial asiste atónita a cómo en muchos países europeos el debate gira en torno a la irrupción de movimientos nacionalistas que pretenden remar en la dirección contraria a la que dicta la Historia, buscando un refugio tribal en épocas de crisis. Algunos reclaman para su Estado nación una porción mayor de soberanía, en detrimento de los 'burócratas' de Bruselas. Y otros, como el nacionalismo catalán, pretenden no ya que la soberanía que queda en el Estado nación, y que poco le sirve, se refuerce, sino crear nuevas estructuras estatales soberanas, que añadir a las ya existentes. Los federalistas europeos y españoles somos la antítesis a este nacionalismo que nos lleva a la irrelevancia como proyecto colectivo, no porque se ataque una bandera, sino porque ataca la racionalidad.

En todo caso, nos guste o no, tenemos un problema político que no se va a resolver mirando hacia otro lado, como acostumbra a hacer nuestro actual Presidente del Gobierno. Una situación política como la que se ha creado en Catalunya sólo se puede afrontar de alguna de estas tres formas: o negociamos la independencia, o imponemos el statu quo actual a un territorio que mayoritariamente lo rechaza, o renegociamos entre todos las bases de nuestra convivencia.  En otras palabras, los que queremos que Catalunya siga en España (y en Europa, pues es más que evidente que la UE no va a permitir que un territorio que se secesiona de un Estado miembro siga perteneciendo a la misma) podemos optar entre la fuerza o la persuasión. Si perseguimos este último camino, que es siempre el más civilizado y efectivo, las instituciones del Estado y de Catalunya, y los partidos políticos, deben estar dispuestas a rediseñar los aspectos centrales de nuestra relación, desde la financiación hasta la distribución de competencias, así como la participación de Catalunya en las decisiones y las instituciones del Estado, buscando un nuevo escenario que los ciudadanos españoles, y especialmente los catalanes, consideren justo.

Más o menos esto es lo que el Presidente Zapatero, adelantándose en el tiempo a lo que se veía venir, intentó con la reforma del Estatut, que errores propios y la irresponsabilidad histórica del PP y CIU, y de ciertos magistrados del Tribunal Constitucional, echó a perder. Hoy en día la vía estatutaria está agotada, por lo que la única solución pasa por una reforma constitucional, que asegure tres objetivos: un reconocimiento expreso de la singularidad de Catalunya que suponga un trato diferente (que no discriminatorio ni privilegiado) a lo que es diferente (incluso en la simbología: ¿por qué no llamar a Catalunya Estado, como ocurre con California?); un sistema de financiación más justo y equilibrado; y, a cambio, un refuerzo de los mecanismos de cohesión. Es evidente que los nacionalistas no están interesados en esto último, no están interesados en la reforma del Senado, en el fortalecimiento de la cooperación entre el Estado federal y los Estados federados, pero una negociación no puede basarse en tomar todo lo que se quiere y negarse a todo  lo que se rechaza. Si se mejora la autonomía financiera y el autogobierno, Catalunya debe asegurar su lealtad federal. De lo que se trata es de mejorar la percepción que tiene el pueblo de Catalunya, no los nacionalistas, que es algo muy distinto, de su encaje en España.

Va a ser un proceso muy complicado, porque no sólo vamos a tener que recomponer las relaciones políticas, sino también los afectos, que se están deteriorando peligrosamente. Esta es la mala noticia. La buena es que otros países, los que llamamos federales, como Alemania o Estados Unidos, nos pueden marcar el camino. Federar no sólo es unir: es unir la diversidad, respetando las identidades compartidas. El modelo autonómico, que tan buen resultado ha dado en los últimos treinta años, está agotado, y no sólo por los acontecimientos políticos de Catalunya. Aprovechemos esta crisis para darnos la oportunidad de culminar lo que comenzamos, y no culminamos, en 1978. Olvidémonos de las pasiones, y de los miedos, y, por una vez, movámonos en la dirección que marca la razón.

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