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Un camarero convertido en obsesión para la Policía

Txeroki pasó en 18 meses de servir copas en un bar a dirigir los comandos de ETA

Ó. L. F.

Ese resorte automático vigente en ETA desde sus orígenes, y que hace que los lugarteniente recojan los galones de sus superiores cuando éstos son detenidos, convirtió a Garikoitz Aspiazu en jefe de los comandos el 9 de diciembre de 2003, el día de la caída de su jefe, Gorka Palacios. Hasta ese momento, el bagaje de Txeroki en la banda era corto –18 meses antes aún trabajaba sirviendo copas en un bar de Bilbao–, pero intenso.

Estudiante de Educación Física –carrera que abandonó en tercero–, la Policía le sitúa a finales de los 90 como un habitual de las algaradas callejeras. Un compañero le recuerda participando en acciones a favor de los presos frente a la cárcel de Basauri. En aquellos años, Txeroki se ganaba la vida como camarero en un local abertzale del casco viejo de la capital vizcaína y comenzaba a salir con Amaia Urizar de Paz, un chica de buena familia, a la que terminó involucrando en sus actividades etarras.

ETA contactó entonces con él, primero para que colaborase como legal, y, a finales de 2000, una vez pasado a la clandestinidad, para que dirigiera el comando Olaia, en el que demostró su obsesión por atentar cuanto más mejor. De hecho, en los seis meses que este grupo estuvo activo colocó coches bombas, envió artefactos camuflados en cajas de puros, ideó carritos de la compra repletos de explosivos y pegó tiros.

Cuando en mayo de 2002 cruzó la frontera para ponerse a salvo, Txeroki se incorporó directamente al organigrama etarra. Comenzó impartiendo cursos de armas, de explosivos y de cómo abrir un coche con un destornillar a los aprendices de etarra, a los que citaba en Francia pidiéndoles que llevaran en la mano una lata de Coca-Cola como contraseña.

Su actividad no se quedaba ahí. También reclutaba a aspirantes a terrorista. Un antiguo compañero de estudios recordaba que un año después de huir comenzó a recibir cartas suyas en las que simplemente le saludaba. A la tercera, le pidió abiertamente que colaborase con la banda. Él se negó.

Pese a ser un obsesionado por su seguridad, en los últimos seis años había dado numerosas muestras de sentirse invulnerable. Se reunió con su novia en Francia en enero de 2004 –en una cita en la que , como aseguró ella después, le propuso tener un hijo– pese a saber que la podrían estar controlando. Y le gustaba ir hasta la frontera para dar las últimas instrucciones a los comandos, lo que le valió una reciente reprimenda de sus jefes por exponerse a una detención.

Duro entre los duros –reclamó a un etarra “poner patas a arriba a un enemigo uniformado” y exigió al comando Zapa cometer dos atentados contra inmobiliarias en diez días– , fue sometido a un consejo de guerra en 2004 por criticar la estrategia demasiado blanda, en su opinión, de la banda. Al final, se retractó, aunque mantuvo su idea de atentar cuanto más, mejor.

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