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"No nos han dejado ni coger nuestros papeles"

Las familias bolivianas pagaban entre 400 y 500 euros por un piso

PATRICIA RAFAEL

“No nos han dejado entrar ni a coger nuestros papeles, ni las cartillas del médico del niño”. Wismark, boliviano de 28 años, esperaba ayer con su mujer y su hijo de dos años a que la Policía les permitiera entrar a recoger sus cosas.

A las nueve de la mañana recibió en la obra en la que trabaja la llamada que menos esperaba. Una de las vecinas de su bloque le decía que tenía que volver corriendo porque tiraban la casa. Llamó a su mujer y corrieron en busca de su hijo, que estaba al cuidado de una vecina. A la entrada del asentamiento, en la zona del municipio de Rivas Vaciamadrid, la pareja se iba encontrando con sus vecinos, la mayoría, como ellos, procedentes de Bolivia, y también llegados del trabajo. Hasta ayer, todos residían en dos edificios de tres plantas, con ocho viviendas cada una. Ninguno llevaba allí más de un año.

“Nosotros pagamos 400 euros por un piso de dos habitaciones que compartimos con otra familia”, explicaba Nely, esposa de Wismark. Otras casas, las de tres habitaciones, tenían un renta de unos 500 euros. Se las alquilaba Félix, dueño del edificio, presidente de la asociación de vecinos, que ayer no dio señales de vida. Sus inquilinos trataron de localizarle insistentemente hasta que alguien les dijo que estaba fuera, de viaje.

“Los alquileres en Madrid son muy altos y por eso nos vinimos al poblado”, explicaba Milton, otro de los inquilinos, casado y con un bebé de dos meses. Sus caras de preocupación lo decían todo: ¿dónde vamos a vivir ahora? “No sabíamos nada de los derribos, si no, hubiéramos venido aquí”, se lamentaba otro. Como Wismark y Nely, la mayoría trabaja en la construcción o limpiando casas.

Poco después de la una de la tarde pudieron acercarse a sus casas. Wismark y Nely respiraban aliviados al ver que su edificio seguía en pie. Subieron corriendo a su piso y todo estaba más o menos en orden. No fue el caso del edificio vecino: los escombros de ocho viviendas reposaban junto a todo lo que dentro de ellas había. Todo bien apilado por los trabajadores
municipales.

Todos se pusieron enseguida a trabajar. Uno a uno iban recogiendo maletas, ropa, comida, televisiones, camas, y acercaban los utensilios al edificio que se había librado del derribo. Los vecinos de los que se habían quedado sin nada se lo iban guardando en sus casas.

Por la tarde, el trabajo continuaba, mientras otros estaban a la búsqueda de una nueva vivienda: “Mi casa está bien, pero estamos buscando otro lugar al que marcharnos”, decía Jimena.

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