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Los otros

ANTONIO BAÑOS

Suspiraba Bop Pop el pasado sábado en esta misma página: “Con lo que nos ha costado a los españoles llegar al bipartidismo”. Y tiene toda la razón. La Transición pasará a la historia como un vasto ejercicio de destilación. Poco a poco, las ideas e iniciativas personales se fueron sometiendo a los partidos, estos, se fueron convirtiendo en corrientes dentro de un partido mayor y más razonable y, bajo el mantra de que las estructuras mayores y más centristas fortalecían la democracia frente a la involución, conseguimos que, al final, nos pareciésemos a Dakota del Sur. Pudiendo disfrutar como ellos, de una relajante experiencia bipartidista.

Pero no todo es alegría PPSOística en la Carrera de San Jerónimo. Cuentan los diputados mayoritarios que, en algunos plenos y en las comisiones más extrañas y ocultas, a veces se oyen voces. Voces que se lamentan y plañen por estar fuera de la alternancia política.

En los grupos pequeños, habita muy vivo el espíritu oposicionistaSon las voces de Los otros. Los otros partidos, que según algunos, representan también a ciudadanos españoles. Pero que, como en la obra aquella del director de Tesis con Nicole Kidman, permanecen adocenados en un altillo. Blancurrios y mustios. Condenados a penar eternamente por el hemiciclo buscando algún ministro a quien comerle la cabeza para obtener un pacto o vagando en pos de alguna comisión en la que enterrarse a gusto. Así, con mirada queda y el gesto sombrío, como en las pelis de terror coreanas.

La fantástica película Aquellos tiempos del cuplé siempre ha sido ninguneada por la crítica. Pero no es este el momento de hacerle justicia. Y sí el de destacar a uno de sus personajes, interpretado por esa gran voz que fue Rafael Luis Calvo. En el filme, hace de Julio Olvedo, líder de un partido llamado Oposicionista. Un partido que, a fuerza de oponerse a todos, alcanza, lógicamente, el gobierno. En los grupos parlamentarios pequeños, habita muy vivo el espíritu oposicionista.

En España, pactar es un acto débil. Sigue triunfando el ‘alatristismo’Ante la perspectiva remotísima de entrar en gobiernos de coalición, los partidos se acomodan al pavloviano sistema de queja y acuerdo. Y así vamos tirando, entre lo menos bueno de ambos mundos. Demasiadas opciones para ser ingleses, demasiado mayoritarias para ser israelíes. Y la pluralidad española, que otra cosa no, pero abundante lo es un rato, queda siempre con sordina, por detrás de los dos grandes, como si fuesen la versión parlamentaria del trío lalalá que tan bien acompañase a Massiel.

Otra reflexión interesente que podemos hacer al hilo de las minorías, es por qué está tan mal vista la coalición en nuestra cultura política. En general, en España, pactar siempre se ha entendido como un acto de debilidad. Porque aquí sigue triunfando el alatristismo. Esa carcundia del “mantenella y no enmendalla”. Y para entender esta aversión a la coalición, lo mejor es conocer a fondo la cultura política derivada de Gran Hermano.

Experimento sociológico avalado por el profesor Gustavo Bueno, se trata de un arma de gran utilidad para las ciencias sociales del país. En GH siempre se castiga con dureza lo que se conoce como “la estrategia”. Es decir, cualquier amago de diálogo, acuerdo transaccional o consenso es visto como fruto del ingenio, de la politiquería. Lo contrario a la nobleza que genera la intransigencia. Cada uno en su casa y dios en la de todos. Esa sería la derivada de un poder que prefiere el turnismo y el reparto, a la coalición y la alianza.

Pero esa excitación por lo monolítico, poco tiene que ver con la solidez ideológica del político español. Se trata, más bien, de una gran afición a la adhesión personal inquebrantable. Al “follow the leader, leader” que Alfonso Guerra resumiera en el aforismo: “Quien se mueve, no sale en la foto” No en vano, este país inventó el: “A mí la legión”, grito empático que amogollona fidelidades sin cuestionar los motivos.

Desde un punto de vista digamos kantiano, esta afición al clientelismo ha sido un gran desastre pero, por otra parte, ha dotado a la política española de una afectividad entrañable, de un paternalismo que, por decirlo en argot borbónico, es muy campechano.

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