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Las 'viejas brujas' que asustaron a Virginia Woolf

OLIVIA CARBALLAR

Cuenta el periodista Antonio Ramos Espejo (Alhama de Granada, 1943) que a Virginia Woolf, durante su primer viaje a España, en 1905, le asustó ver a una vieja con un cuenco de leche de cabra. Le pareció una bruja. En las siguientes visitas, aquellas viejas brujas vestidas de negro fueron dulcificándose a los ojos de la liberada escritora inglesa. Eran mujeres anónimas de la Andalucía profunda, eternamente sacrificadas y luchadoras, a las que la historia nunca prestó atención.

Con este contraste inicia Ramos su nuevo libro, un cara a cara sincero con las mujeres de la guerra, del exilio, de la emigración, de las cárceles, del hambre, con más de medio centenar de Andaluzas, protagonistas a su pesar. “Son las grandes olvidadas y silenciadas”, explica Ramos, que siempre tuvo un lugar en su libreta de reportero, allá por donde iba, para anotar sus voces, sus miedos, sus lutos, pero también las ganas de salir adelante y de hacer justicia. Como las madres del caso Almería, que no descansaron hasta demostrar la inocencia de sus hijos en uno de los episodios más negros de la Transición. O la hija de Seisdedos, Mercedes Cruz, superviviente de la matanza de Casas Viejas. “Son las mujeres que más me han impactado y para mí eran como de la familia”, señala Ramos.

La obra, editada por el Centro de Estudios Andaluces, recoge el trabajo de 35 años de periodismo a pie de calle. “De las mujeres de este libro, a la primera que entrevisté fue en 1975 a Angelina Cordobilla, quien le llevó la comida a Lorca en sus últimos días, mientras estuvo detenido”, afirma. El testimonio es desgarrador. “Federico no escribía. Ni tenía ganas de comer. Fui durante dos días. El 17 y el 18. Al tercer día, cuando iba de nuevo a llevarle el cesto al señorito Federico, un hombre me paró para decirme: ‘Al que usted va a llevarle eso, ya no está allí’ (...). Se me agarró un dolor de madre... ¿Usted sabe lo que es un dolor de madre?”. Ramos responde que no. “Es un pellizco que se agarra en el estómago. Dolor de vientre, descomposición... Así estuve muchos días después, de tanto pasar, y así se puso también don Federico”, le explicó Angelina.

Hace unos meses, 35 años después, la Bernarda del poeta granadino, encarnada por una gitana del Vacie, relató sus angustias al periodista en su chabola. “Se acuestan los niños sin comer... Se acuestan llorando porque quieren leche y galletas... ¿Y qué hago yo?”, se pregunta Rocío Montero, la última mujer del libro entrevistada por Ramos. 

No escribieron nada, no crearon nada, pero no dejaron solos ni un segundo a quienes sí lograron ser protagonistas por sus poemas o sus libros. “Se merece un homenaje Josefina Manresa, la viuda de Miguel Hernández, que luchó hasta el final cuando ya no le faltaba nadie para cubrirse otra vez de luto”, añade el autor. O Ana Ruiz, la madre de los Machado, “símbolo de las madres en el exilio”. O las mujeres del Proceso 1.001: Josefina, Leonor, Carmen y Luz María, que trabajaban en sus casas, peleaban junto a los abogados y daban fuerzas a sus maridos sindicalistas en la cárcel.

O todas las que tuvieron que esperar a que murieran sus maridos para ser libres. Sólo entonces tía Anica La Piriñaca, a principios de los cincuenta, pudo cantar. Como Virginia Woolf, que diez años antes ya era tan libre que hasta se permitió suicidarse.

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