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El mediador reticente

George Bush busca limpiar su legado en el último minuto pacificando Oriente Medio

ISABEL PIQUER

Un presidente estadounidense en su último año de mandato preocupado por su legado; un esfuerzo de último minuto por encontrar una salida al atolladero de Oriente Próximo; una reunión  'histórica' en un entorno bucólico. No es Annapolis 2007, era Camp David 2000.

El parecido es sólo superficial. Durante siete años,  contrariamente a su predecesor, Bill Clinton, George Bush ha hecho todo lo posible por evitar involucrarse en el proceso de paz entre israelíes y palestinos, que siempre ha percibido como una trampa mortal para su diplomacia.

Bush lo dejó bien claro la primera vez que reunió a su Consejo Nacional de Seguridad, en enero de 2001, poco después de asumir el mando. No pensaba dedicarse a resolver un conflicto que en aquel momento había degenerado en el enfrentamiento abierto de la segunda Intifada. El presidente pensaba que los esfuerzos de Clinton habían sido contraproducentes y que  lo mejor era que las partes llegaran solas a un acuerdo.

En la práctica esto suponía dar rienda suelta a Israel. El presidente estadounidense había conocido al primer ministro israelí, Ariel Sharon, en 1998 y le había caído bien. 'A veces una demostración de fuerza por una de las partes puede ayudar a aclarar las cosas', habría dicho Bush, según cuenta Ron Suskind en su libro El precio de la lealtad.

Todos los presentes en la reunión, excepto el entonces Secretario de Estado, Colin Powell, estaban de acuerdo. El Gobierno Bush había llegado al poder tras unas elecciones controvertidas, había otras cosas de las que ocuparse. Estados Unidos abandonaba de pronto treinta años de mediación en Oriente Próximo.

Y Bush cumplió su palabra. En estos siete años nunca ha viajado a Israel y sólo se ha desplazado a la zona en cuatro ocasiones: dos a Irak, otra para encontrarse con el primer ministro iraquí Nuri al-Maliki y una sola relacionada con el proceso de paz: en el balneario egipcio de Sharm el Sheik en junio de 2003.

Para los republicanos en el poder, el conflicto israelo-palestino siempre se ha percibido a través de dos prismas: primero el de Irak y luego el de Irán. Cuando Bush apareció en el Rose Garden de la Casa Blanca en junio del 2002 para declararse a favor de un estado palestino, por primera vez en la historia diplomática estadounidense, y en contra de la permanencia política del líder palestino, Yasser Arafat, lo hacía para conseguir el apoyo de los países árabes y apuntalar una coalición internacional contra Saddam Hussein. El mismo motivo le llevó a respaldar el 'mapa de ruta', en vísperas de la guerra, en marzo de 2003.   

La conferencia de Annapolis, a la que acudirán, entre otros, representantes de la Liga Árabe e incluso una delegación siria, lleva, además del sempiterno esfuerzo de último minuto, un mensaje implícito hacia Irán. Annapolis es una reunión de naciones árabes, moderadas y suníes, respaldadas por Estados Unidos y Europa.  Más claro, el agua.

Apoyo a Israel

Todo esto en el contexto de un apoyo incondicional a Israel: el que motivó que Washington reaccionará tan tarde cuando Tel Aviv bombardeó el Líbano en julio del 2006; que apoyara la idea de un repliegue unilateral de Gaza en 2004 y que ese mismo año se plegara a la petición de Sharon de prohibir el regreso a Israel de los refugiados palestinos.

La secretaria de Estado, Condoleezza Rice, ha trabajado mano a mano con su homóloga israelí, Tzipi Livi, incluso en reuniones privadas en su apartamento del edificio del Watergate, para preparar el encuentro de hoy. Rice, que ha viajado a la zona ocho veces en lo que va de año, es la auténtica artífice de la conferencia de Annapolis. Ella ha convencido a Bush para que haga de Oriente Próximo su prioridad en política exterior en su último año de mandato. Lo confirmará en un solemne discurso de apertura.  

El objetivo es a la vez ambicioso y modesto. En el mejor de los casos las partes llegarán a un compromiso para negociar el futuro: el estatus de Jerusalén, el retorno de los refugiados, la retirada de los 65.000 colonos instalados en Cisjordania;  en el peor,  reanudarán el diálogo que nunca llegó a entablarse en 2003.

Los riesgos son grandes. El fracaso de Camp David creó un abismo de desconfianza de siete años. El de Annapolis podría debilitar aún más una región siempre al borde del abismo. Los participantes harían bien en mirar la frase de una de las banderas que preside el Memorial Hall de la prestigiosa academia naval donde tendrá lugar el encuentro: 'No abandonen el barco'. 

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