Público
Público

Los centroamericanos que cruzan México sufren un infierno

Asaltos, violaciones, golpes y todo tipo de vejaciones son cosas con las que cuentan los inmigrantes centroamericanos que recorren México en su peregrinaje hasta Estados Unidos.

SERGIO RODRÍGUEZ, corresponsal

Los pies llagados de Reinaldo hablan del tiempo que lleva caminando. Ha llegado a Tapachula, a sólo 30 kilómetros de la frontera sur de México. Salió de Honduras tres días antes y pasó por Guatemala sin novedad. Ya del lado mexicano, lo primero con lo que se encontró fue con los conductores de los microbuses, o combis, que roban sistemáticamente a los inmigrantes. Por un trayecto que cuesta normalmente 10 pesos, a ellos les cobran 100. “El chófer de la combi me amenazó: si no nos pagas los 100, te entrego a la migra”.

Otros no tienen la opción de pagar. Lilian, Karina, Walter y Yeovanny, también hondureños, fueron asaltados, pero en su caso por la Policía Federal Preventiva. Los agentes les detuvieron en el camino, les desnudaron completamente, les manosearon y finalmente les robaron el dinero. Después, les dejaron ir. “Ellos no quieren detenernos ni entregarnos a (la Policía de) migración, lo único que les interesa es el dinero”, dice Lilian.

Éste es su segundo intento. Hace apenas unos meses, logró llegar a Estados Unidos, la detuvieron a los pocos días y fue deportada. Ahora está convencida de que logrará quedarse “del otro lado” para no seguir ganando el equivalente a 3,5 euros diarios, trabajando diez horas en una maquiladora de textiles que produce para marcas como Fruit of the Loom y Old Navy en El Progreso, Honduras.

Asaltos, violaciones, golpes y todo tipo de vejaciones son cosas con las que cuentan los inmigrantes centroamericanos que recorren México en su peregrinaje hasta Estados Unidos. Lo peor para ellos son los primeros 300 kilómetros, desde la fronteriza Ciudad Hidalgo, en Chiapas, hasta la localidad de Arriaga, colindante con el estado de Oaxaca, donde se subirán como polizones en los trenes que llevan hacia el norte. Sólo entonces podrán respirar.

Sin dinero y sólo con una pequeña mochila, el grupo de cuatro inmigrantes hondureños no tiene muchas opciones. Llegan a la Casa del Migrante, en Tapachula, tutelada por la orden religiosa de los scalabrinianos. Aquí reciben a todo aquel que llegue solicitando su ayuda. Les hospedan y les dan de comer hasta por tres días.

La mayoría de inmigrantes que llega aquí es porque no tiene un solo peso y ya no puede seguir el viaje. Aquí aprovecha para llamar a familiares, ya sea en su país o en Estados Unidos, para que le envíen dinero a través de la compañía Western Union –que en México es manejada por la cadena de tiendas Elektra, propiedad de Televisión Azteca– que se queda con una comisión del 6% de lo enviado y del 5% por el tipo de cambio.

Algunas personas están al tanto de estos envíos: los delincuentes y también algunos policías (la mayoría de las veces actúan coordinadamente). “Un guardia de la tienda Elektra en Tapachula me obligó a darle 100 pesos, bajo la amenaza de que, de no hacerlo, llamaría a la migra”, cuenta Nico, un salvadoreño de 21 años. La situación de estas personas es tan vulnerable que generalmente, sobre todo los que hacen el viaje por primera vez, acceden sin mucha resistencia.

Las historias que se cuentan en la Casa del Migrante son escalofriantes. Una trabajadora social relata que es muy común que las mujeres sufran ataques sexuales o sean violadas. Dice también que en el camino hasta Arriaga han desaparecido varias mujeres, de las que ya no se sabe nada. Como no encuentran los cadáveres, ella piensa que han sido secuestradas para ser obligadas a trabajar en prostíbulos en otras partes del país. Es algo común y documentado por varias organizaciones de derechos humanos.

En el albergue de los scalabrinianos, se habla francamente del tema. Nadie quiere ocultar los riesgos, pero tampoco se les alienta a volver a sus países. “Sería tonto decirles que regresen. Si salen de sus países, es por necesidad y por desesperación, y no van a tener un futuro digno allá en sus hogares”, dice la trabajadora social.

'Nadie hace este camino por gusto, es porque no tenemos de otra” dice Walter. “Allá nos quedaríamos a tragar mierda, sin poder darles de comer a nuestros hijos. Es por ellos que hacemos esto, para que ellos no vivan lo que nosotros”. Tras una pausa, agrega con una convicción a prueba de todo: “Nadie nos va  detener”.

“Yo no entiendo este afán de la migra mexicana por detenernos. Nosotros no queremos estar en este país, vamos de paso”, se queja Juan Carlos, nicaragüense. “Yo le dije a uno de la migra cuando me detuvieron hace un año. Bueno, me detienes diez veces y yo regresaré diez veces, me detienes cien veces y yo regresaré cien veces, pero con más gente y con más ganas, así que, hagas lo que hagas, nosotros seguiremos haciendo este camino”.

Mayra también está varada en Tapachula mientras consigue dinero para proseguir. También su grupo fue asaltado en el camino. Ella es madre soltera y dejó en El Salvador a sus tres hijos a cargo de su madre. “Nadie quiere dejar su tierra, sus hijos, su familia por arriesgarse a ser violada o mutilada; pero si no lo hago, mis hijos no comen”.


Mayra trabajaba también en las maquiladoras de textiles. Al igual que a la hondureña Lilian, a ella en El Salvador le pagaban 3,5 euros diarios: “Una comidita, así sencilla, pobre, para una, cuesta unos 2,5 dólares. Sumado a lo que gasto en transportes, llego a casa con uno o dos dólares para las necesidades”. Un compañero suyo agrega: “Desde que entró el dólar en El Salvador, todo se puso más difícil, nos jodieron”. Un par de zapatillas deportivas Adidas o Reebok, que ellas y muchas como ellas confeccionan en El Salvador, cuestan de promedio unos 100 dólares.

'El problema principal de por qué somos pobres –cuenta Miguel– es que no tenemos un pedazo de tierra, que no tenemos nada. Pasamos del campo a la maquila y seguimos igual de jodidos. Ahora empiezan a llegar otro tipo de maquiladoras, que antes eran de puros textiles. Ahora se produce mucha refacción para carros (automóviles). Yo trabajaba en una que hacíamos para la Volkswagen de México”.

'Honduras está plagada de maquilas”, dice Onoria, ciudadana hondureña que convalece de sus heridas en el albergue Jesús El Buen Pastor, en Tapachula. “Yo trabajaba en una, era un infierno, pero no había otras opciones. Por eso, cuando me recupere, voy a seguir para delante. Pensé en irme para atrás, pero no, voy a seguir cuando se me cure el pie”. Onoria fue perseguida por policías municipales de Tapachula. Se cayó y se fracturó el pie, de tal forma que ahora tiene nueve clavos y dos placas metálicas en su tobillo.

Los policías le registraron y le quitaron 500 pesos, luego la dejaron tirada y se fueron. Desde una silla de ruedas, Onoria repite su historia y termina diciendo: “Es que los mexicanos nos ven como una enfermedad, como si fuéramos la lepra” . Y luego se ríe.

A César, quien también se encuentra en este albergue, le asaltaron mientras rodeaba una garita. No se resistió, pero instintivamente quiso coger su mochila. En ese momento, uno de los asaltantes le cortó dos dedos a machetazos, uno de cada mano. Por fin, el grupo de hondureños con el que viaja Lilian, compuesto por cinco hombres y dos mujeres, recibe el dinero enviado por un familiar. Ya están ansiosos por seguir. Tendrán que tomar un transporte público y bajarse de él antes de llegar a los puestos de revisión de la migra. Rodean por el monte, caminan varios kilómetros y vuelven a salir a la carretera. En ese trayecto es donde más robos y ataques sexuales se cometen. Casi a diario, hay alguna historia así.

Uno de los hombres, el más joven, se arrepiente. Steven tiene 16 años y quiere regresar a su país. Los demás del grupo le apoyan, saben que es muy joven, pero no tienen ni dinero ni forma de asegurarse que en su regreso no sufra un asalto. Así que Steven decide entregarse a la migra.Los demás prosiguen el camino al segundo punto donde saben que hay lugares seguros para pasar la noche: van hacia Huixtla.

En una de sus calles, se encuentra la iglesia de San Francisco. El sacerdote permite que los inmigrantes pasen la noche en el atrio de la iglesia. Les proporciona colchonetas y agua. Los vecinos del lugar se encargan de llevarles de comer. Karina cuenta que la familia del cura ayudaba antes más, pero luego algunos vecinos les denunciaron y se corrió la voz de que eran polleros (los que trafican con los inmigrantes). Es una acusación frecuente en México contra las personas que ayudan o dan de comer a los indocumentados.

A diferencia de la Casa del Migrante en Tapachula, en donde hay 50 metros a la redonda de tolerancia para los inmigrantes, aquí tienen que permanecer encerrados en el atrio de la iglesia, mientras las furgonetas de Migración rodean y pasan continuamente observando y contando a los centroamericanos. A estas furgonetas, se les conoce como perreras.
“Yo creo que nos tienen miedo o nos tienen lástima”, dice Axel tras recibir la comida de los vecinos, “porque nos dan de comer, pero no platican con nosotros, como que no existiéramos, como si fuéramos  peligrosos, pero pobres”.

En una garita de Migración, entre Tapachula y Huixtla, se detiene un autobús de pasajeros. Un agente de la migra sube con lámpara en mano, observa y va señalando: “Tú, tú y tú, bajen del camión”, ordena. De un solo autobús, baja a cinco personas por ser “sospechosas” de ser indocumentadas. El agente se fija en dos cosas: en el color de la piel y en el aspecto pobre de las ropas.

En México, no es obligatorio llevar encima una identificación oficial, pero no tenerla por estos caminos puede significar, por lo menos, pasar la noche detenido o ser deportado, por ser pobre y moreno, como la mayoría de mexicanos, por cierto. Luego vendrán los exámenes “más rigurosos”, como exigir al supuesto inmigrante ilegal que cante el
himno nacional. Hace algunos meses, se hizo una encuesta entre los mexicanos para ver quiénes podían cantar el himno sin equivocaciones. Ocho de cada diez no pasaban la prueba. Ahora, los guatemaltecos, hondureños o salvadoreños se saben mejor el himno de México que los propios mexicanos.

“Yo fui marera”, cuenta Lilian. “Era de la MS (Mara Salvatrucha), la más cabrona, allá en Honduras. Yo tenía mi baby. ¿Sabes lo que es una baby? –pregunta y, ante nuestro desconocimiento, aclara–. Una miniUzi y también cargaba una escuadra 9 mm. También por eso voy al otro lado”.

La MS mató a su esposo porque era de una mara (pandilla) enemiga, la 18. Su esposo era hermano de Karina y ella nunca supo que estaba “metido en esas cosas”. Ya antes, Lilian había querido salir de la mara, pero no fue posible. Le encontraron y le dijeron que para limpiarse –“limpiar chaqueta” le dicen a este acto de desagravio– tenía que matar a su hermano por haber dejado la MS y por tatuarse en la espalda el número 18, de la mara rival. No pudo matarlo, le dijo que huyera y ella hizo lo propio.

Karina perdió así a un hermano. Su hermana mayor fue secuestrada hace años en Honduras. Meses después, logró hacer una llamada y revelar su paradero. La habían secuestrado para luego venderla en Guatemala y terminó siendo obligada a trabajar en un prostíbulo en Tapachula. Sus familiares hicieron el trayecto desde Honduras para rescatarla, y por fortuna, dice Karina, lo lograron.

Las dos tienen 24 años,y las dos son madres solteras. Karina, de dos, y Lilian, de cuatro hijos, que quedaron a cargo de familiares allá en Honduras. Su plan es estar de dos a tres años en Estados Unidos para después regresar a su país y poderles ofrecer a sus hijos otra vida. Lilian insiste en que no es tiempo de sentir miedo, ni de llorar, sino de pensar cómo llegar al norte y cómo evadir a la migra. Ésos son sus objetivos inmediatos. “Ya habrá tiempo otra vez para estar triste”.

¿Te ha resultado interesante esta noticia?

Más noticias de Internacional