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En paz pero a distancia: la segregación reina en Belfast

A pesar del acuerdo de paz, la animosidad entre católicos y protestantes sigue muy presente en Irlanda del Norte

LOURDES GÓMEZ

Todo es verde en el escaparate de Shalom. Dos jerseys de pico, una chaqueta de algodón, un pañuelo... en diferentes tonos verdosos. No llamarían la atención en ninguna otra ciudad del mundo, pero esto es Belfast. Aquí el verde se identifica con la Irlanda republicana del sur y simboliza las aspiraciones de los católicos del Ulster por lograr la reunificación de la isla, dividida entre un norte perteneciente al Reino Unido y un sur independiente y miembro de la Unión Europea. La otra mitad de la población, los protestantes que protegen el vínculo de la provincia con el Reino Unido, se han apropiado del color naranja, en recuerdo a Guillermo de Orange y sus victorias contra el rey católico Jacobo a finales del siglo XVIII.

El Acuerdo de Viernes Santo de 1998 puso fin a las sangrientas batallas sectarias en Irlanda del Norte. El Ejército Republicano Irlandés (IRA en inglés) detonó su última bomba dos años antes, en Londres, y en 2005 sellaba bajo tierra su arsenal militar. Los paramilitares protestantes-lealistas aún no se han desarmado, pero tampoco amenazan con desviar el camino de la paz. Empeñados en su autodestrucción, tienden a disparar contra sus propios combatientes.

Los beneficios de la paz no han llegado a todos los barrios de Belfast. Y menos a las calles fronterizas entre los guetos protestantes y católicos. Shalom, con su verde escaparate, se ubica en una de esas arterias, Duncairn Gardens, al norte de la ciudad. Es una tienda de segunda mano, propiedad de una fundación que promueve la reconciliación entre ambas comunidades. En vísperas de San Patricio, se encargan del local una pensionista y su hija, que se amparan en el patrón de Irlanda para justificar la decoración. Saben que el siguiente turno de dependientas protestantes cambiará el color del escaparate.

'Un niño, a los tres años, comienza a reconocer las diferencias entre una y otra comunidad a partir de sus colores, banderas y otros símbolos distintivos. A los seis años, se expresa ya en términos sectarios y con una clara actitud intolerante, orgulloso de que lo suyo es lo mejor', explica Michael Wardlow, director del Consejo de Irlanda del Norte en Educación Integrada. Menos del 6% de los escolares estudia en colegios mixtos. El resto va a escuelas exclusivamente protestantes o católicas.

Un muro que nadie cruza

'Este portón nos separa de los bastardos orangistas', se lee en una pared de Duncairn Gardens. El portón es uno de los pasos en un muro de metal, de unos 15 metros de altura, que divide las residenciales calles católicas de las de sus vecinos protestantes de la misma barriada. Ningún policía lo vigila. Se controla desde comisaría, con cámaras de corto circuito. Y, al caer la noche, se cierra automáticamente. 'Aquí nadie se atreve a salir de noche. Yo, ni de día cruzo el muro. Prefiero caminar el doble para hacer la compra que entrar en la zona protestante', cuenta sin dar su nombre una vecina entrada en años. 'Debemos mantener la esperanza en el proceso político funcione. He vivido los troubles [el conflicto] y no quiero que mis hijos pasen por lo mismo', afirma su amiga.

Los muros no han caído con el proceso de paz. Todo lo contrario. Siguen levantándose para proteger a unos y otros de las bombas incendiarias, cocteles molotov y pedradas del contrario. Los llaman, eufemísticamente, líneas de la paz, y el ladrillo sustituye ahora al metal y la alambrada como material de construcción. Forman parte de la arquitectura urbana de las barriadas más castigadas por el IRA y los grupos armados lealistas, que siguen esperando que les llegue algo del capital invertido en los últimos diez años en el centro de la capital norirlandesa.

Según Alban Maginness, concejal nacionalista de Belfast, hay 40 muros divisorios en la ciudad frente a los nueve que existían en 1994. 'Es el legado del odio y la desconfianza. Ya es hora de buscar solución a estas barreras físicas', defiende. Pocos secundan su objetivo porque, como afirma Diane Dodds, concejal radical unionista, 'la gente aún vive atemorizada. Se necesita tiempo para superar décadas de miedo, terror, racismo y guerra cultural. Es la población quien debe decidir cuándo conviene destruir un muro o dejar de construir uno nuevo'.

Más segregación

Belfast está hoy más segregada que en las tres décadas de los troubles. El 78% de sus residentes vive entre vecinos de su propia comunidad, un incremento de once puntos respecto a los años sesenta.

'Poner fin a la violencia fue el objetivo del acuerdo político. Se negoció la tregua, pero no la paz', critica Wardlow.

El reverendo metodista Harold Good, supervisor del desarme del IRA, reconoce que mientras perdure la desconfianza reinará la división en el Ulster. 'No podemos forzar a nadie a vivir junto al que ha considerado toda su vida un enemigo. Tampoco es dañino vivir entre los tuyos, preservando tu identidad y el sentimiento de pertenencia a una comunidad. La integración no es tan importante como el dejar de creer que el vecino de enfrente es peligroso', defiende.

En paz pero a distancia. Así viven en esta ciudad cada vez más abierta al comercio popular y elitista, a la inmigración, a los turistas. 'Por fin hemos dejado de vivir aislados del resto del mundo. Una va con tranquilidad al centro por la noche, sin miedo a las bombas o a las inconveniencias de los controles policiales', se alegra Geraldine Neilly mientras corre aclases de tango con un profesor argentino. Hacia el tipo de convivencia de otras urbes -con sus barrios chino, italiano, hispanos- se dirige Belfast.

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