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Crímenes de guerra en el nombre de España

Nuestro país nunca ha pedido perdón por los ataques con armas químicas sobre Marruecos en la Guerra del Rif.

JAVIER RADA / TARIK EL IDRISSI

'Recuerdo el olor, como el de un medicamento”, explica Mohamed Faragi, que vivió los bombardeos españoles en la Guerra de Marruecos. “Estaba en todas partes, el harrash, el veneno. ¿Qué a iba ser? ¿Qué no iba a hacer?”.

Los españoles fueron de los primeros en dar lecciones de química al mal salvaje: queridos alumnos del Rif, el gas mostaza, la iperita matan. Los rifeños nada sabían de la tabla periódica del horror ultramoderno (iperita, fosgeno, cloropicrina). Utópicos analfabetos, habían marcado a tiro de fusil máuser el tribal territorio de sus sueños: el actual norte de Marruecos.

Pero en 1923, en la guerra del Rif (1921-1927), bombarderos de nombre mítico tomaron el cielo: los Goliath. Y tronó sim (veneno). Llegó la asfixia y la ceguera. Quemaduras que supuraban agua en el maremoto de piedras. La muerte química o ahansir (cáncer). Ochenta años después, denuncian en la zona que la alta incidencia de cáncer podría deberse al uso de estos gases por parte los españoles. Y reclaman una investigación.

El niño fue hermanado con la rata, el hombre con la cucaracha, la humanidad con la plaga. Mohamed Faragi presenció la lección de este crimen que no prescribe. Y aún hoy, siendo un anciano centenario, se pregunta por el móvil, la razón de que les gasearan. “Murieron muchos niños pequeños, venían los aviones y corríamos para escondernos, pero tiraban el veneno, y tu cuerpo supuraba. Déjalo, lo hemos pasado muy mal”, afirma.

Tras el desastre de Annual (1921), la revolución del líder rifeño Abdelkrim tenía que acabar a cualquier precio. Por un puñado de marcos España se hizo con armas químicas. Y la venganza oscureció una guerra ya de por sí trágica y cruel.  

En Annual, trauma montañoso cercano a Melilla, cuentan que los escasos vergeles que hoy crecen son por la sangre española, casquería que fertilizó la tierra tras un manto de cadáveres (entre 8.000 y 10.000 bajas). Los soldados perecieron un 22 de julio abrasador. Cayeron bajo la saña del acero rifeño, cuerpos mutilados, descuartizados, perdidos en una tierra extraña.  

Esta masacre y la expulsión de hecho de la presencia española en las tierras por colonizar, conjuraría a los demonios de aliento naranja: el Ejército de una potencia europea sucumbía ante guerrillas prehistóricas, ¡venganza! España incumpliría el Tratado de Versalles (1919) que prohibía el uso de armas químicas tras la Primera Guerra Mundial. Y las tesis racistas –“se trata sólo de salvajes”– o las más progresistas –“así evitaremos más muertes”– empezaron a fraguar el esquema de esta malsana lección de ciencias. 

Arrasar la retaguardia

1922-1923. España compra gas mostaza a franceses y alemanes y empieza a preparar su ofensiva en los cuarteles de Melilla. Ese mismo año el rey Alfonso XIII manda construir la Fábrica de Armas Químicas de La Marañosa, instituto de investigación militar que aún hoy investiga con armas químicas, nucleares y bacteriológicas (NBQ) en Madrid. El Ejército español gaseó zocos, casas, campos de cultivo, lugares de reunión. El objetivo era arrasar la retaguardia. “Los que no murieron se cubrían con un pañuelo, pero esto no era suficiente.

A través del pañuelo respiraban el gas que les quemaba los pulmones, era la peor sustancia de la época”, dice el historiador Sebastian Balfour, catedrático de la London School of Economics y autor del libro Abrazo Mortal. 

“El veneno se quedaba en el agua, en las rocas. El ganado moría. Recuerdo a un vecino que pisó una charca envenenada y se derrumbó. ¿Qué íbamos a hacer si teníamos que regar los higos?”, explica Faragi. Son apuntes del horror, palabra de anciano, voz en extinción.

Mohamed Santiago, de 84 años, estaba en el vientre de su madre cuando todo ocurrió. Las bombas cayeron en el patio de su casa. Su madre acabó ciega por el gas, fulminada al instante. Sus hermanas y dos hermanos (uno de ellos un niño llamado Mohamed) tampoco se libraron de la ira del harrash, el azufre del cielo. “Mi madre tosía y tosía, y mis dos hermanas quedaron ciegas, tosieron y tosieron hasta la muerte”, asegura Santiago en su casa de Boukidan, en el mismo escenario en el que cayeron las bombas, mientras enseña el armazón del que dice pendían los explosivos.

Al hermano de Santiago se le cayó el pelo, y años más tarde, murió de ahansir (cáncer). “Al otro, el menor, le dieron agua del abrevadero y no volvió a respirar”, afirma.  El aviador español Ignacio Hidalgo de Cisneros recuerda en sus memorias, Cambio de Rumbo (1964), estos hechos: “En aquellos días me toco realizar una faena verdaderamente canallesca, que me otorgó el vergonzoso y triste privilegio de ser el primer aviador que tiró iperita desde un avión”.

Aunque más adelante afirma que estos bombardeos no tuvieron el efecto deseado: “La causa fue la falta de concentración en las cuatro o seis bombas que como máximo se lanzaban y que se volatilizaba con la explosión. La cantidad que caía en el terreno era tan pequeña que no producía efecto”. 

Ignacio y Mohamed

Mohamed Laarbi, conocido en Axdir como El manco, nació pobre en una tierra pobre. En 1924, siendo niño, perdió la mano al tocar una bomba que no había explotado. Ignacio Hidalgo de Cisneros nació en 1896 en el seno de una familia aristócrata y carlista. Mohamed trabajó como peón durante la colonización española. Ignacio pilotó bombardeos y participó en una intentona de golpe de Estado contra el rey Alfonso XIII.

Mohamed se convirtió en un héroe local –en castellano rifeño, “campeón”– al salvar de un naufragio a algunos de los ocupantes  de un barco en la cala del Quemado (Alhucemas). Ignacio capitaneó la aviación republicana en la guerra civil. A Mohamed, con 95 años, aún hoy se le ensombrece la cara cuando recuerda a su padre muerto. “Le pilló el veneno, fue en el 25, en el 25”, salmodia. Quién sabe si fue una de las mismas bombas de las que hablaba Cisneros.    

¿Pudo España organizar una matanza química? Nadie niega ya el uso de estas armas durante la guerra. La documentación aportada por historiadores como Balfour, María Rosa de Maradiaga, o los periodistas alemanes Rudibert Kunz y Rolf-Dieter Müller, es amplia y detallada, así como los testimonios literarios de Ramón Sender, en Imán, o la biografía de Pedro Tonda Bueno.

Pero en cuanto se habla de cantidades vertidas y de los posibles efectos sobre el terreno, o de los altos índices de cáncer que se registran actualmente en el Rif, y las responsabilidades que podrían derivar para los gobiernos español o marroquí, uno se hunde en un laberinto espinoso, enraizado en la falta de estudios concluyentes. “Parece que los españoles no llegaron a desarrollar la técnica suficiente como para producir esos daños masivos en la población, no disponían de una flota, fue bastante improvisado”, explica Lorenzo Silva, escritor especializado en el Rif. “Aunque con independencia de que se tirara bien o mal, se trató de una conducta prohibida en las leyes internacionales, un crimen contra la humanidad que no prescribe. Si quedara alguno de los mandos con vida podría ser juzgado por la Audiencia Nacional”, añade.  

“España cometió un crimen en el Rif. Nos colonizó, nos lanzó gas, y después reclutó a nuestro pueblo para su guerra civil”, explica Abdelsalam Bouteyeb, del Foro Hispano Marroquí para la Memoria Común y el Porvenir. Las asociaciones rifeñas como la de Abdelsalam reclaman desde hace años a los gobiernos de España y Marruecos que reconozcan lo sucedido e investiguen si tiene relación con la alta incidencia de cáncer que se registra en la zona.

En 1958, el príncipe Hasán reprimió a su vez la enésima revuelta rifeña con napalm.

Una deuda histórica

“La mayoría de marroquíes que tienen cáncer de pulmón son del Rif. No hay nadie sin un caso de cáncer en su familia. España tiene una deuda histórica con nosotros”, alega Abdelsalam. Sebastián Balfour apunta en la misma dirección: “Hay pruebas primarias. La iperita produce cáncer. Y el cáncer infantil es mayor en la zona bombardeada que en otras de Marruecos, tal como me confirmó el director del Hospital Oncológico de Rabat. Se debe investigar si pudo afectar a través de la tercera o cuarta generación”.  

Recuerdos de cicatrices en campos quemados, aguas infectadas, trazos para un sádico bodegón del que no hay imágenes, tan sólo apuntes de una memoria que muere con cada anciano que desaparece en el Rif. Los ejemplos: el silencio oficial y la obstinada aptitud por parte del Gobierno español de rechazar la proposición no de ley de reconocimiento a las víctimas, que impulsó Esquerra Republicana en el Congreso, o en las últimas enmiendas a la Ley de la Memoria histórica. Las asociaciones silenciadas durante lustros por el férreo Gobierno marroquí.

Saber la verdad

“Marruecos no quiere enturbiar más sus relaciones con España, valoran más la pesca de la sardina. Vale más una sardina que un rifeño. Pero tenemos que mirar hacia los niños huérfanos por el cáncer. Puede que estemos en lo cierto, que se deba a los gases o quizás no. Sólo queremos que nos ayuden a saber la verdad”, dice Elías El Omari, portavoz de la Asociación de las Víctimas de los Gases Tóxicos.  

Un pasado que lentamente se pierde en el espejismo rifeño, reflejado en el silencio de piedras, que callarán por los siglos, cuando el último hombre con recuerdo muera. “Los españoles hicieron con nosotros lo que quisieron, entonces estaban aquí y reinaban. Ahora nosotros estamos allí, en España. ¿Qué vamos a hacer? ¿Volver a luchar con nuestros hermanos? No, nosotros perdonamos. La gente mayor como yo sólo quiere la paz”, sentencia Faragi. Sobresaliente en esta histórica lección de ciencias enfermas. 

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