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Gordon Brown, un líder implacable con cimientos de barro

El líder laborista perdió todo su capital politico al poco de llegar a Downing Street

IÑIGO SÁENZ DE UGARTE

La reputación de un político se construye durante años, a veces décadas, pero puede venirse abajo en cuestión de semanas. Eso es precisamente lo que le ocurrió a Gordon Brown al poco de llegar a Downing Street.

En el otoño de 2007, amagó públicamente con convocar elecciones anticipadas y al final se echó atrás dejando patente una inseguridad que ni siquiera sus rivales le suponían.

El diputado liberal demócrata Vince Cable lo crucificó en la Cámara de los Comunes con una sola frase: “Hemos visto en las últimas semanas la singular transformación del primer ministro de Stalin a Mr. Bean”.

El hemiciclo se llenó de carcajadas y hubo ministros laboristas que a duras penas contuvieron la risa. Algunos de ellos felicitaron después a Cable por el chiste.

Ese ha sido el triste destino de Gordon Brown en su paso por el poder. Durante toda su carrera política, estuvo convencido de que llegaría a ser primer ministro, peleó con Tony Blair en una guerra civil interna que terminó plagada de cadáveres, y cuando llegó a la meta no tuvo más que unas pocas semanas para disfrutarlo de verdad.

En muy poco tiempo, pasó de ser una figura poderosa que intimidaba a sus adversarios a convertirse en paradigma del fracaso.

Tras la repentina muerte en 1994 del líder laborista, John Smith, Brown creía que sólo él podía liderar el cambio generacional necesario en el partido. Se le adelantó Tony Blair, un político con un carisma ilimitado y muy poco interesado en las cuestiones intelectuales de la política. Tan poco que nunca leía libros. Brown era casi lo opuesto.

En el restaurante Granita, ambos pactaron el fin de las hostilidades y el reparto de poder.

Después de la victoria de 1997, Brown se convirtió en el ministro de Hacienda más poderoso desde la Segunda Guerra Mundial. Ejerció con tanta intensidad su poder que Blair sólo conocía los números exactos del presupuesto unos días antes de su presentación.

Brown dirigió la etapa más larga de prosperidad económica que su país había conocido. Lo hizo abrazando con pasión los intereses de la industria financiera y haciendo alarde de ello.

En un discurso en junio de 2007, elogió a los directivos de la City de Londres y presumió de haber frenado los intentos de aumentar su regulación: “Gran Bretaña necesita más del vigor y ambición que habéis demostrado”.

Un año después, los cimientos de los bancos se vinieron abajo a causa de esos “modernos instrumentos financieros” que Brown había alabado.

El primer ministro reaccionó con decisión para salvar a los bancos de sí mismos y obtuvo en el exterior el crédito debido. Pero en su país sólo era el líder bajo cuyo Gobierno el país sufría la peor crisis financiera en décadas. Las acciones de los bancos se recuperaron, pero los números de Brown en los sondeos continuaron hundiéndose en el vacío.

Su asociación con la City no iba con su carácter. Brown es un escocés austero, poco interesado en el dinero y de pocas palabras. No es de los que hacen amigos en política y es conocido por su carácter colérico e impaciente.

Ni siquiera sus aliados lo esconden. Hasta Ed Balls, ministro laborista y su mano derecha cuando estaba en Hacienda, lo admitió en un discurso con un chiste también relacionado con Stalin: “¿Cuál es la diferencia entre Brown y Stalin? Uno es un dictador cruel y decidido que no tolera ninguna oposición. Y el otro fue el líder de la Unión Soviética”.

En su haber, está la reconstrucción de la sanidad pública y la educación, aunque al precio de un inmenso gasto público. La lista de méritos puede ser mayor, pero no se le reconoció. Terminó convertido en una figura trágica, rodeado de traidores que no cesaban de conspirar para desembarazarse de él.

Los más realistas dirían que sólo intentaban librar al partido de una derrota electoral de dimensiones históricas. La inmensa mayoría de los candidatos laboristas certificó esta impresión al negarse a utilizar la imagen de Brown en sus panfletos electorales.

El primer ministro ya no suscitaba ningún respeto. Los votantes confirmaron que sus tres años en el poder se les habían hecho demasiado largos.

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