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El futuro político de Oriente Próximo

El año 2011 puede ser un momento de inflexión hacia una nueva era democrática o el regreso a la violencia

EUGENE ROGAN*

El año revolucionario 2011 representa un antes y un después en la historia árabe. Una ola reivindicativa exigiendo gobiernos democráticos recorre la región desde el norte de África, atravesando todo Oriente Próximo, hasta el Golfo Pérsico. Sin embargo, los peligros acechan. Si bien los pueblos tunecino y egipcio han demostrado a sus hermanos árabes que las protestas pueden hacer caer a los autócratas más estables, aún les queda por demostrar cómo se crea un orden político sólido tras una revolución. Las democracias requieren tiempo y el tiempo está a favor del caos cuando no existe un gobierno que funcione.

Las reformas democráticas que barrieron el mundo tras la caída del Muro de Berlín en 1989 no parecieron afectar a los árabes. Todos los regímenes árabes que entonces estaban en el poder seguían gobernado a principios de 2011 (con la excepción de Sadam Husein en Irak). Algunos lo achacaron a la cultura árabe, otros dijeron que el islam era incompatible con la democracia, pero la mayoría coincidía en que los árabes se estaban resistiendo a una tendencia global hacia una mayor democracia.

No existe país en la región que sea inmune a las presiones de la oposición popular

Los acontecimientos en Túnez y Egipto han dado al trastre con las teorías de que los árabes no están preparados para la democracia. Los pueblos árabes, reprimidos durante décadas, privados de libertades y forzados a vivir con niveles de desarrollo humano bajos, han llegado a un límite. Ahora acusan a sus gobiernos de enriquecerse a costa de ignorar sus necesidades y exigen responsabilidades.

'El pueblo no debería temer a sus gobiernos', decía un cartel en la plaza Tahrir de El Cairo. 'Los gobiernos deberían temer al pueblo'. Era un mensaje que resonaba por todo el mundo árabe. La caída del régimen de Ben Alí y el derrumbe de Mubarak han sentado claros precedentes para las multitudes árabes descontentas.

No existe país en la región que sea inmune a las presiones de la oposición popular. El mundo árabe se puede dividir entre las repúblicas como Egipto y Túnez y las monarquías como Jordania, Marruecos y Arabia Saudí. De momento, han sido las repúblicas las que se han visto sometidas a mayores presiones. Las repúblicas han estado casi sin excepción en manos de líderes vitalicios, quienes han intentado establecer gobiernos dinásticos. En Túnez, Ben Alí fue condenado por promover a la familia de su esposa, y a los egipcios les ofendieron los esfuerzos de Mubarak por colocar en la línea de sucesión a su hijo Gamal. En Yemen y Libia se gestan rencores similares, y en Siria también, donde Bashar al Asad llegó al poder en 2000 por sucesión dinástica.

Convocar elecciones no será suficiente; se necesita un tiempo para organizar la vida política

Claro que las monarquías árabes no son inmunes a la presión popular a favor del cambio y la reforma. El rey Abdulá II de Jordania se vio obligado a designar un nuevo primer ministro y a reorganizar su Gabinete en respuesta a semanas de manifestaciones. Marruecos está tranquilo, aunque, dado el alto nivel de desempleo y lo joven de su población, no es inmune a las presiones de 2011. Arabia Saudí tiene una extensa población joven que cada vez se muestra más inquieta. El nerviosismo, incluso en los más estables y prósperos dominios de los jeques del petróleo, se refleja en los mercados de valores locales, que han mostrado gran volatilidad durante las últimas dos semanas como consecuencia de los acontecimientos de El Cairo y Túnez.

Los países donde es más probable que se den las próximas revoluciones populares son los más peligrosos. Alí Abdulá Saleh lleva ya más de 30 años mal gobernando Yemen, que se ha convertido en uno de los países más pobres del mundo árabe con más de un 45% de la población viviendo por debajo del umbral de la pobreza. Crecientes manifestaciones donde se exige la dimisión del presidente Saleh sacuden ahora el país. Yemen está casi al borde de convertirse en un Estado fallido. Dividido por el tribalismo y las facciones internas, alberga numerosos grupos islamistas yihadistas, por lo que es difícil imaginar el establecimiento de una democracia tras una revolución que consiguiese derrocar al presidente Saleh.

Los opositores también han salido a la calle en Jartum para pedir la destitución de Omar al Bashir. El presidente sudanés lleva en el poder desde 1989 y ha sido acusado por el Tribunal Penal Internacional de crímenes contra la humanidad por las masacres en Darfur. Tras años de guerra civil, la mitad sureña de Sudán ha votado independizarse del norte, llevándose consigo una gran parte de las reservas de petróleo del país. Sería difícil para los activistas por la democracia encontrar una zona con más problemas donde intentar construir un gobierno al que se le pudiesen pedir responsabilidades.

Los desafíos a los que se enfrentan los reformistas democráticos en Túnez y El Cairo siguen siendo enormes. Tras décadas de gobierno autocrático, los países árabes carecen de muchas de las instituciones básicas para que la democracia funcione. Aun así, los hombres y mujeres que han salido a las calles reclaman dos de los pilares esenciales de la democracia: libertad de expresión y libertad de reunión. Ya no dependen de los medios oficiales de comunicación para recibir noticias, ni temen a la Policía Secreta ni a las agencias de inteligencia que monitorizan sus asambleas. La situación ha rebasado el dominio de las consabidas instituciones de represión estatal.

Pero la vida política organizada sigue anquilosada en todo el mundo árabe. El derecho a formar partidos es limitado y los estrictos controles estatales sobre los partidos reconocidos han reprimido cualquier tipo de disidencia. Si las multitudes congregadas en Túnez y Egipto para derrocar sus gobiernos quieren encontrar una voz política, necesitarán tiempo para formar partidos políticos que reflejen la gama de puntos de vista sociales, económicos y políticos. De entre las masas deben emerger también líderes políticos que se presenten a cargos públicos. Pasar del derrocamiento de los dictadores a la convocatoria de elecciones no va a ser suficiente. Se necesitará una transición y un tiempo para organizar la vida política, bajo una autoridad de confianza que no tarde tanto en realizar su labor que termine provocando la desconfianza o la impaciencia de la gente.

La democracia es un medio para conseguir un fin, no un fin en sí mismo. Los opositores quieren que sus gobiernos cumplan: educación, trabajo para quienes tienen estudios, vivienda para los que se quieren casar y llevar vidas dignas, asistencia médica. Quienquiera que llegue al poder tras las revoluciones de 2011 se enfrentará a la ardua tarea de asegurar el bienestar de una población joven, con estudios, sin empleo y frustrada en el punto álgido de una crisis económica global. Con grandes aspiraciones, se pueden lograr grandes cosas, como el derrocamiento de un dictador. Pero las esperanzas truncadas pueden convertirse en una fuerza igual de poderosa para el mal.

La comunidad internacional tiene un papel importante que jugar a la hora de ayudar a las nuevas democracias a garantizar el bienestar económico de sus ciudadanos (mediante la condonación de deudas, la inversión extranjera y la apertura de mercados). A EEUU y a Europa les interesa que las revoluciones de 2011 logren marcar el comienzo de gobiernos estables y democráticos en el mundo árabe. El año 2011 puede ser un momento de inflexión hacia una nueva era de democracia árabe... o el regreso a la violencia y los conflictos que han caracterizado a la región en los últimos años.

*Eugene Rogan es director del Middle East Centre de Oxford y autor de Los árabes (crítica)

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