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Desaparecidos en la guerra contra el narco

Miles de familias exigen reparación al Gobierno de México por la pérdida de seres queridos

MAJO SISCAR

Guadalupe Ríos le ruega a Dios que le devuelva a su hija y a su nieto porque ya se cansó de exigírselo a las autoridades. Toda su familia los busca desde septiembre de 2010.

Julia Velázquez Ríos viajó a la frontera con EEUU para traer mercancía para la tienda que regentaba en Tula, Hidalgo. Su sobrino, Miguel Ángel Criollo, de 20 años, la acompañó para que no condujera sola. La noche del 25 de septiembre, Julia habló con su marido para avisarle de que ya estaban en carretera y que, a más tardar, por la mañana estarían en casa. Nunca llegaron. El esposo de Julia denunció la desaparición, solicitó formalmente ver las grabaciones de los peajes de las carreteras sin conseguirlo y durante cinco meses recorrió caminos y pueblos desolados. En todos lados la misma respuesta de los funcionarios: 'No es la única, hay cientos de desaparecidos'.

Según la Comisión Nacional de Derechos Humanos, más de 5.397 mexicanos permanecían desaparecidos en México desde 2006 hasta abril del pasado año. Las ONG cuentan más de 10.000. ¿A dónde van los desaparecidos?

Secuestrados para engrosar las filas del narco y de redes de trata. Tal vez su destino sea una muerte anónima. En plena espiral de violencia, empezaron a aparecer cuerpos enterrados en terrenos baldíos o en patios traseros de casas de seguridad. Ahora, un hallazgo así no merece más que unas cuantas líneas en la sección de sucesos. El pasado abril fueron encontrados 183 cuerpos en 40 fosas de San Fernando, Tamaulipas. Ese mes en Durango exhumaron otros 263.

Mientras la Fiscalía no resuelve los casos, las organizaciones de familiares ven en el Estado al responsable último de las desapariciones, porque no es capaz de asegurar la integridad de los ciudadanos. José Rosario Marroquín, director del Centro de Derechos Humanos Agustín Miguel Pro Juárez, las considera 'desapariciones forzadas, porque hay muchísimas complicidades entre los delincuentes y las autoridades y, además, quedan en la impunidad'.

Su destino son las filas del narco, las redes de trata o una muerte anónima

Esa inacción de la Justicia ya ha costado la vida de 12 campesinos y la desaparición de otros seis en la comunidad indígena de Cheran (Michoacán) en dos años. Allí, los talamontes aprovecharon una división interna del pueblo a raíz de las últimas elecciones municipales para entrar en los bosques comunales y robarles la madera. El crimen organizado se percató del negocio ilícito de la tala de árboles y quiso su trozo de pastel. Los hampones ocuparon las entradas de los bosques y empezaron a cobrar mil pesos por cada camión de madera que sacaran los talamontes. A cambio les aseguraron que los comuneros no los molestarían.

Cuando los indígenas empezaron a reaccionar, lo pagaron caro. Tirso Madrigal fue la primera víctima. En 2009, se metió solo en el bosque a buscar a los responsables. Sus compañeros vieron a siete hombres armados adentrarse en el cerro. Cuando fueron a por Tirso, no lo encontraron. Desde entonces han desaparecido cinco comuneros más y han asesinado a otros 12.

Con las denuncias consiguieron que les instalasen una comisaría de Policía estatal en la entrada del pueblo, pero los vecinos aseguran que conversan tranquilamente con los talamontes. Además, los hampones siguen campando a sus anchas por sus montañas. 'Parece que el Gobierno está involucrado con el crimen. Si no, ¿porqué no nos ayudan?', se pregunta la esposa de Tirso.

Las familias culpan en última instancia al Estado porque no protege su seguridad

Otra víctima, Diana Jacobo, está convencida de que los agentes y los criminales son los mismos. Sobre todo, desde que un retén de la Policía detuvo a su marido en una avenida de Durango. Abraham Salazar llevaba su camioneta al taller cuando lo bajaron a la fuerza y se lo llevaron . Salazar trabajaba en un sindicato de taxistas. No tenía ninguna acusación en su contra, nadie pidió rescate por él, simplemente lo desaparecieron. Diana puso la denuncia ante la misma institución que se lo había llevado. No investigaron a nadie. A los 20 días le dijeron que le avisarían si se enteraban de algo. 'Se supone que están para investigar y ayudar a la gente, no para lo contrario', señala junto a sus dos hijos, Erick y Sofía, de 8 y 3 años.

Trabajadores, niños, estudiantes, empresarios, indígenas, incluso militares y policías. Nadie está exento de caer en esta espiral de incertidumbre. La familia de Edgar Humberto Quesada lo sabe bien. Había sido sargento del Ejército y, cuando el Gobierno tomó la decisión de desplegar a los soldados para combatir el narcotráfico, prefirió meterse a policía municipal en Calera (Zacatecas) para estar con sus hijos.

El 13 de julio de 2010 le tocó guardia. No le gustaba el turno porque por las noches se paraban camionetas sospechosas delante del cuartel. De madrugada estaba hablando con su esposa por teléfono cuando la interrumpió. 'Entraron unas personas', le dijo, y colgó.

Las ONG denuncian más de 10.000 desapariciones en apenas cinco años

Ya no volvió a coger el teléfono. Tampoco regresó a casa por la mañana. Su esposa llamó a la oficina y los agentes le dijeron que había tenido que salir a un curso de formación. Ya por la tarde, otro policía le confesó en secreto que se lo habían llevado Los Zetas (un cártel que controla el estado), pero que sus compañeros no iban a hacer nada. De hecho, su madre estuvo pidiendo explicaciones a los jefes de su hijo durante semanas y nunca obtuvo respuesta alguna.

'No aceptamos más engaños, mentiras ni injusticias. Exigimos, señor presidente, como madre y representante de familias destrozadas, que cumplan y den con el paradero de nuestros hijos', le reclamó entre lágrimas María Elena Herrera al presidente, Felipe Calderón, en el diálogo que este mantuvo con la sociedad civil en el Castillo de Chapultepec en junio del año pasado.

María tiene cuatro hijos de-saparecidos. En su pueblo, Pajuacarán, un municipio rural del conflictivo estado de Michoacán, hay otros 15 jóvenes más en la misma situación. Todos se dedicaban a la compra y venta de oro. Ante la crisis del campo, los muchachos viajan por todo el país consiguiendo alhajas viejas, desparejadas, para revenderlas al peso.

Con este propósito se encontraban Raúl Trujillo Herrera y su hermano Jesús Salvador en agosto de 2008 en Atoyac, Guerrero. Nunca regresaron. Según averiguó la familia por su propia cuenta, habían sido secuestrados por el cártel del Pacífico Sur. Dos años después, en septiembre de 2010, se esfumaron otros dos de sus hijos, Gustavo y Luis Armando, camino de Veracruz. Uno tenía 27 años y el otro, sólo 19.

A los tres días fueron a buscarlos, sin éxito. Acudieron a todas las instancias, pero la única respuesta de las autoridades fue que ese día había muchos retenes militares. Era probable, explicaron, que hubiesen sido interceptados por el Ejército porque la matrícula del vehículo era de Michoacán. 'Ahora es un delito ser michoacano. Una semana después, desa-parecieron otros cinco paisanos en Veracruz, luego en Colima, luego en Acapulco... Creen que todos los michoacanos somos narcos', denuncia indignada la esposa de Gustavo, Elizabeth Islas. Su hija, de año y medio, no conoce a su padre.

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