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Suráfrica, lejos del sueño de Mandela

Hoy es un día para honrar a Mandela, el indiscutible padre de la nueva Suráfrica, pero eso no debe ocultar que está muy lejos de hacerse realidad su sueño de un país arco iris más libre, justo, próspero y reconciliado consigo mismo. Convertido en un mito, es difícil analizar con objetividad y distancia tanto su indiscutible mérito en el tránsito histórico del apartheid a la democracia como su parte de responsabilidad en que el cambio real se produzca de forma tan lenta que hace temer que precise de varias generaciones para llegar a buen puerto.

Mandela marcó con su ejemplo, en libertad y desde la cárcel, el camino a seguir para acabar con la supremacía blanca sin un choque frontal que, en el peor de los casos, habría prolongado indefinidamente el conflicto interno, y en el mejor habría provocado una huida en masa de los blancos (como en la vecina Zimbabue) que habría desmantelado la estructura económica. Esa vía es la responsable, para bien y para mal, de la actual situación en Suráfrica.

No fue culpa suya, sino de los racistas que le encarcelaron 27 años, pero el caso es que Madiba llegó tarde a la presidencia (con 72 años) y que, ya por decisión propia, sólo permaneció en ella cinco años, insuficientes para hacer realidad su ambicioso proyecto. Aún más, dedicó más esfuerzo a lograr la reconciliación interracial, proyectar en el exterior la imagen de la nueva Suráfrica y atraer inversores que a gobernar en el día a día y otorgar a la mayoría negra -en detrimento de la minoría blanca- el poder económico que le correspondía por justicia demográfica.

Sus sucesores, los encargados de desarrollar su legado, carentes de su carisma y quizá de sus buenas intenciones, lo han traicionado en parte. Aunque diga tomarle como modelo, y aunque haya que reconocerle su pragmatismo y sus esfuerzos para gobernar con consenso, poco tiene que ver Mandela con el actual presidente, Jacob Zuma, un populista polígamo, con aires de rey zulú, con ideas peregrinas sobre cómo combatir el sida e incapaz de combatir la corrupción rampante.

Quienes quieren ver la botella medio llena tienen sólidos argumentos: Suráfrica genera el 25% del PIB africano y el 40% del subsahariano, experimenta un espectacular crecimiento económico, forma parte del G-20 y es la S añadida a los BRIC (Brasil, Rusia, India y China), los países emergentes más pujantes. En 2010 sacó pecho y ganó estatura internacional con la organización del Mundial de Fútbol. Desde el fin del apartheid ha disminuido notablemente el índice de pobreza y se ha consolidado una clase media negra que ya supera el 14% de la población. Incluso son ya mayoría los negros universitarios, y hay un buen puñado de millonarios, ligados eso sí en su mayor parte al aparato del poder. Los mecanismos democráticos funcionan de forma aceptable, mucho mejor en todo caso que en cualquier otro país africano, y la convivencia o coexistencia entre negros y blancos no ha degenerado ni en un estallido de violencia ni en un éxodo masivo de la minoría que detentó todo el poder con mano de hierro y un  desprecio absolutos por los derechos humanos.

Pero tampoco faltan razones a quienes ven la botella medio vacía. En primer lugar, los blancos cedieron el poder político, pero no el económico. Mandela no se lo reclamó, temeroso de que, en ese caso, el país cayera en la ruina y la bancarrota. La minoría blanca y las multinacionales extranjeras, aprovechando todos los mecanismos de un sistema liberal de mercado, siguen controlando las grandes empresas, e imponen con demasiada frecuencia condiciones abusivas de trabajo, al borde de la explotación, lo que, de cuando en cuando, provoca explosiones de protesta como la de septiembre de 2012 en una mina de platino cercana a Johanesburgo, que derivó en una brutal represión que se cobró 34 vidas.

Fue aquel un conflicto, reminiscente de las luchas contra el apartheid, que trajo a colación tanto la complicidad o inoperancia de unos sindicatos domesticados como la incongruencia de que un dirigente histórico del Congreso Nacional Africano (CNA, la formación de Mandela yZuma) formase parte del consejo de administración de la firma británica propietaria de la mina. Era un síntoma de la emergencia de magnates negros, surgidos a la sombra del poder, que pactan con la antigua élite blanca en busca del enriquecimiento personal y a costa del bienestar general.

Estas disonancias (como el procesamiento por supuesta corrupción de un nieto de Mandela y un sobrino de Zuma) son algunas de las causas de las diferencias internas en el CNA, aunque hasta ahora no son lo suficientemente notorias como para amenazar a corto plazo el poder omnímodo del partido, al que se compara con el PRI mexicano que, con el paso de las décadas, fue perdiendo la R de Revolucionario para concentrarse en la I de Institucional.

Otros síntomas de las insuficiencias de la nueva Suráfrica son la escalada  de la delincuencia común hasta límites que convierten la seguridad ciudadana en una entelequia en buena parte del país; el alto índice de paro y de empleo precario, pese a algunas medidas de discriminación positiva; el pésimo funcionamiento de servicios esenciales como el transporte público, la sanidad, los suministros de agua y electricidad; la escasez crónica de viviendas o libros de texto y -pese al aumento de la renta per cápita y la disminución del índice de pobreza- la espectacular escalada de la desigualdad, la vergonzosa diferencia entre ricos (blancos en su gran mayoría) y pobres en la que Suráfrica es casi líder planetario.

Es como si el sueño de Mandela, cuya punta de lanza era la reconciliación, se hubiera cumplido más o menos en ese aspecto, pero a costa de renunciar a una transformación a fondo de la sociedad, que habría exigido una redistribución de la riqueza y la propiedad, incluida la de la tierra.

Por otra parte, el afán de Mandela por evitar una confrontación interna llevó a que, en lugar de promover el juicio a los responsables de los crímenes del apartheid, optase por pasar página y por la amnistía en los casos examinados por la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Sin embargo, diez años después de que concluyera aquel foro histórico en el que se dio voz a víctimas y verdugos, siguen sin investigarse el resto, en torno a 350. Eso hace que la herida no esté del todo cerrada, aunque no sea muy visible el espíritu de revancha.

Hay sobrados motivos para glorificar a Mandela en la hora de su muerte. Suráfrica es hoy un país muy diferente, incomparablemente mejor, que el del apartheid que él contribuyó a derribar. Decir otra cosa sería un disparate. Pero sigue sin ser un país justo, y él y sus sucesores no son ajenos a ello. En la hora del homenaje, no hay por qué ocultar lo que hay en el otro platillo de la balanza.

*Luis Matías López es autor del blog de actualidad internacional 'El mundo es un volcán'

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