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Bachelet afronta el reto de recuperar los servicios públicos arrebatados a Chile por el neoliberalismo

SARA R. ROMO

Michelle Bachelet vuelve el próximo martes a la Presidencia del Gobierno chileno con el propósito de marcar un punto de inflexión en la política de izquierdas chilena. Su caballo de batalla es acabar con la privatización del sistema educativo. La educación como simple producto del mercado es el símbolo de la situación que actualmente vive el país, donde nada pertenece al Estado y donde es el libre comercio el que pone precio a todo, incluso a lo más básico como la Sanidad, la Educación, el agua o la electricidad.

Desde la segunda mitad de la década de los 70 Chile ha sido el laboratorio de un experimento que llegó casi hasta sus últimas consecuencias: la implantación del neoliberalismo económico. La total libertad de mercado, donde el Estado no tiene poder para controlar nada. Se suponía que así se conseguiría el desarrollo económico que Chile necesitaba. Estas políticas se llevaron a la práctica de manera masiva durante el Gobierno Militar y fueron propuestas por una serie de estudiantes que se habían graduado en Chicago, entre ellos, el presidente en funciones Sebastián Piñera.

Y la medida resultó. Chile se convirtió en 30 años en el 'jaguar de la América Latina' con un crecimiento económico galopante. Tan exitosa parecía la estrategia, que los gobiernos de izquierdas posteriores a Pinochet no dudaron en aplicarla también, incluido el partido por el que gobernaba Bachelet en su último mandato.

Pero ahora que este proceso se ha desacelerado empiezan a surgir las dudas acerca de la efectividad de las privatizaciones. Como comentaba una periodista chilena en las últimas semanas, 'lo malo de la privatización es que limita el acceso a cosas que debieran ser para todos; por ejemplo, la salud y la educación. Lo privado es de muy buena calidad pero demasiado caro. En cambio lo estatal es de mala calidad, pero es lo único accesible para todos los chilenos'.

Existe una ley que impide presentar cargos constitucionales por hechos ocurridos antes del 11 de marzo de 1990, pero nada impidió a un grupo de diputados investigar en 2004 sobre cómo se habían producido esas privatizaciones. Sólo pudieron hacerlo con las que se produjeron durante la dictadura, por lo que no se sabe a ciencia cierta cuál es el valor de las pérdidas ocasionadas por las realizadas en los años 90.

Pero sus conclusiones no fueron muy positivas. Según estas, el Estado chileno perdió más de 6.000 millones de dólares traspasando 725 empresas que hasta ese momento eran de su propiedad, tales como la aerolínea LAN o la compañía de acero CAP. Estas empresas se vendieron siempre por debajo de su valor y ahora pertenecen a empresas transnacionales, sobre todo estadounidenses, francesas y españolas.

Otras beneficiarios fueron, naturalmente, personas cercanas al régimen. El caso más sonado fue el del yerno del dictador Augusto Pinochet, Julio Ponce. En 1980 se le concedió la presidencia de la Sociedad Química y Minera de Chile (SOQUIMICH), para sanearla. Han pasado 34 años y aún es el socio mayoritario de esta empresa, conocida ahora como SQM y convertida en la principal productora mundial de litio. Su valor en bolsa es de 16.000 millones de dólares, por lo que no hay duda de que Ponce cumplió su misión.

Él sigue en el cargo a pesar de los continuos intentos por expulsarle. En estos momentos se le investiga por su recurso a sociedades cascada para mantener el control de la empresa. Y lo cierto es que gracias a ella ha pasado de ser un simple ingeniero forestal a entrar este año en el ránking de Forbes, con una fortuna estimada en 2.3000 millones de dólares. La explotación de las minas es sin duda el negocio más rentable de Chile. Un estudio determinó que sólo 3 las 47 que había en 2003 pagaban impuestos. Es decir, pueden aprovecharse de un recurso tan sustancioso de manera gratuita lo que supone otra pérdida de ingresos para el Estado.

Varios estudios determinan que la decisión de privatizar las empresas estatales fue tomada para mejorar la productividad de las mismas, ya que muchas eran deficientes. Y en este sentido la medida fue todo un éxito. El problema es que, al repartirla de esta manera, la riqueza pasó a estar concentrada en un grupo reducido de chilenos. Mientras, el resto, que no ha mejorado su posición económica, tiene que pagar a precio europeo la gran mayoría de productos, incluidos algunos tan básicos como el agua o la electricidad, puesto que es el precio que el mercado determina y según la doctrina neoliberal el Estado no puede hacer nada por intervenir.

El precio de la vida en Chile es el mismo que en España, con la diferencia de que el sueldo mínimo es la mitad. La situación empeora cuando al chileno le llega la edad de jubilarse. También son unas empresas privadas las que gestiona las pensiones y como algunos jubilados comentan jocosamente, las entregan como si fueran a vivir 120 años. Muchos chilenos que viven en Santiago cobran una pensión de 90 euros, cuando el precio de la vida en la capital es comparable al de Madrid.

Según un informe de Naciones Unidas en los últimos años en Chile se ha acentuado la desigualdad, ha aumentado el debilitamiento del Estado y unos cuantos holding se han convertido en verdaderos lobbies o grupos de presión. La privatización está tan arraigada que parece imposible que el Estado pueda imponérsele.

Eso es lo que tratará de hacer Bachelet a partir de hoy. Empezará derribando las murallas privadas de la educación. Si tiene éxito, podría entonces aspirar a devolver al Estado chileno el resto de servicios básicos. De esta forma se aseguraría que las tarifas fueran asequibles para todos los chilenos. Hoy en día esto parece una utopía. La izquierda no lo ha conseguido en veinte años de Gobierno. Pero Bachelet tiene buena fama dentro y fuera de Chile. ¿Será ella capaz de lograrlo?

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