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Cicatrices en Normandía

DAVID TORRES

 

No fue, como se ha repetido tantas veces, la batalla decisiva: ese honor corresponde a Stalingrado, probablemente la mayor conflagración bélica de la historia, un choque monstruoso que desangró la maquinaria de guerra alemana y que consumió meses de tiempo, toneladas de material y millones de vidas. Tampoco fue la batalla que cambió el signo de la Segunda Guerra Mundial, ya que desde la victoria del 8º Ejército de Montgomery en El Alamein contra el Afrika Korps de Rommel, el aguilucho nazi, hasta entonces invicto, empezó a perder plumas una tras otra. Pero basta llegar ante el memorial de Utah y contemplar la extensión de la costa -ochenta kilómetros de playas interrumpidas por unos cuantos acantilados- para empezar a comprender la magnitud del combate que se inició 70 años atrás, en la madrugada del 6 de junio de 1944.

Los aliados, entorpecidos en su lento avance a través de la bota italiana por el formidable empeño alemán y la barrera natural de las montañas, tenían que lanzarse de inmediato al asalto de la fortaleza europea, una serie de baluartes y fortificaciones defensivas que la propaganda nazi había bautizado orgullosamente como el Muro del Atlántico. De la metáfora medieval con que Rommel intentó disuadir a los aliados hoy no quedan más que unas cuantas ruinas, algunas de ellas todavía habitadas por la amenazadora chatarra de los cañones que aún apuntan hacia el mar. Pero, al fin y al cabo, la guerra también se hace con metáforas, y la batalla de Normandía se inauguró vía radiofónica con el recitado de unos versos de Verlaine que, fuera del idioma francés, pierden todo su embrujo:

Les sanglots longs
des violons
de l'automne

blessent mon coeur
d'une languer
monotone. 

'Los largos sollozos de los violines de otoño hieren mi corazón con melancólica languidez'. La Canción de Otoño, un poema simbolista francés (con una errata no se sabe si intencionada por parte del locutor de la BBC) puso en marcha la mayor operación aerotransportada que el mundo haya conocido, cientos de bombarderos y planeadores que se abrieron camino en una oscura madrugada sobre el Atlántico norte y, horas después, una flota inmensa que salpicó el canal de La Mancha. Era la señal que los comandos de la Resistencia francesa llevaban meses esperando para salir de sus madrigueras; el toque de corneta para descerrajar la lata del continente atrapado bajo la bota nazi; el intento por esbozar 'la apertura del segundo frente', que los soviéticos llevaban años reclamando a sus aliados occidentales.

Ya puestos con las metáforas bélicas, la base de operaciones lógica desde la que iniciar la visita a las playas normandas es Bayeux, un hermoso pueblecito cercano a Caen, entre cuyos muros se encuentra el cementerio británico, un museo militar dedicado al desembarco y el célebre Tapiz de la Reina Matilde, una tela ilustrada de casi 70 metros de largo que es uno de los cómics fundamentales de la Edad Media. Dividido en espléndidas secuencias, narra la conquista normanda de Inglaterra por Guillermo el Conquistador desde las intrigas palaciegas por el trono hasta la batalla de Hastings. Entre las diversas escenas de navegaciones, embajadas y combates, me llamó la atención la figura de un obispo guerreando con una enorme maza. 'A Dios rezando y con el mazo dando', pensé. Y, en efecto, la audioguía explicaba que, como a los clérigos les estaba prohibido derramar sangre, no podían utilizar lanzas ni espadas y tenían que contentarse con la maza. 


FOTO: BEATRIZ FAURA

Al general Eisenhower, un organizador nato, se le encomendó la tarea de repetir a la inversa la hazaña que había llevado a cabo Guillermo el Conquistador en el siglo XI. Era una operación militar de una escala nunca vista, que implicaba armonizar fuerzas terrestres, marítimas y aéreas en una formidable sinfonía de destrucción. Overlord, el nombre clave de la operación, suponía trasladar del archipiélago británico al continente europeo, en cuestión de unas pocas horas, un contingente de hombres y material lo bastante grande como para afianzar una cabeza de playa e iniciar la reconquista de Europa. Sin embargo, todo el mundo la acabó conociendo como el Día D, el día más largo, según la denominación del mariscal Erwin Rommel, encargado de la defensa del Muro del Atlántico, quien estaba convencido de que las primeras horas de la descomunal batalla serían decisivas para la suerte de la guerra.

Hubo muchas razones que contribuyeron al éxito de Overlord, empezando por una larga y compleja labor de contraespionaje para hacer creer a los alemanes que el desembarco tendría lugar en el paso de Calais bajo el mando del general Patton. No fue de las menores el hecho de que las divisiones blindadas alemanas, casi todas bastante alejadas de la costa, se encontraban bajo el mando directo de Adolf Hitler, quien, en el momento de empezar la invasión, se encontraba durmiendo profundamente bajo los efectos de las drogas y había dejado orden expresa de no despertarlo bajo ninguna circunstancia. Incluso después de ser informado sobre la gravedad de la situación, Hitler siguió creyendo que el ataque a Normandía no era más que una distracción y que el verdadero desembarco tendría lugar en Calais. Para que luego digan que las drogas son malas.

De oeste a este, el extremo occidental de las playas normandas forma el sector correspondiente a Utah, que fue tomada sin apenas resistencia por la 4ª división estadounidense, a pesar de que en un principio se desviaron casi un kilómetro de sus objetivos a causa de la fuerte marea. Desde lo alto de las dunas de Utah, donde se atrincheraron las tropas americanas, se percibe la inmensidad del campo de batalla: a través de la niebla se distinguen los acantilados que defienden Omaha y más allá, eclipsadas por la distancia, apenas si se adivinan las playas de Gold, Juno y Sword. Era un día frío, amenazaba lluvia, y nos detuvimos a tomar un café en Sainte Mére Eglise, el primer pueblecito liberado por los aliados. Otra de las claves del éxito de la Operación Overlord fue el lanzamiento tras las líneas enemigas de unas cuantas divisiones aerotransportadas que debían capturar rápidamente puentes y baterías de cañones para entorpecer el contraataque alemán y facilitar el desembarco. En la iglesia todavía cuelga, como un recuerdo kitsch, el maniquí del paracaidista de la 82 aerotransportada cuyo paracaídas quedó atrapado en el campanario.


FOTO: BEATRIZ FAURA

Una estrecha carretera conduce, a través de la apacible campiña normanda, hasta el cementerio alemán de La Cambe, un austero camposanto cuajado de tumbas anónimas en la mayoría de las cuales simplemente reza Ein Deutscher Soldat. Más allá, dividiendo las zonas de desembarco de Utah y Omaha, se yergue Pointe du Hoc, el amenazador torreón en cuyas entrañas los alemanes habían atrincherado diversas piezas de artillería con las cuales podían barrer las playas. Hoy día, pasear por Pointe du Hoc es como caminar por una enorme huevera en cuyos cráteres ha vuelto a crecer la hierba aunque no la historia. El incesante bombardeo al que sometieron las fuerzas aéreas aliadas aquella proa de piedra que corta en dos la costa normanda fue inútil por dos razones. La primera, porque los cañones estaban muy bien protegidos bajo toneladas de cemento y la segunda porque los alemanes los habían trasladado días antes a otro lugar. Las casamatas estaban vacías pero eso no lo sabía el 2º batallón de Rangers que se lanzó al asalto de Pointe du Hoc a las seis de la mañana, utilizando ganchos y cuerdas para trepar por los muros del desfiladero. Los Rangers sufrieron tantas pérdidas en aquel inútil combate medieval que posteriormente el gobierno de Francia, en recuerdo de su heroísmo, decidió donar a perpetuidad Pointe du Hoc a los Estados Unidos.

No menos sanguinario, y en mucha mayor proporción, fue el desembarco en Omaha, donde nada salió según estaba previsto. El fuerte oleaje hundió varias lanchas antes de que llegaran a la costa, muchas desembarcaron muy lejos de las zonas asignadas, el intenso bombardeo apenas había tocado las defensas alemanas y, contra todo pronóstico, les esperaban varias divisiones de infantería y artillería alemanas. Paseando por la fría y tranquila arena, se hace difícil creer en el horrendo infierno que se desencadenó aquella fría mañana del 6 de junio de 1944. Durante varias horas, sucesivas oleadas de soldados se quedaron clavadas a lo largo de la línea de playa, bajo un intenso fuego de artillería, morteros y armas automáticas. Los destructores y cruceros de las fuerzas navales tuvieron que acercarse hasta rozar el fondo con la quilla y disparar un intenso fuego de cobertura sobre los acantilados erizados de baterías para permitir a los hombres de la 1ª y 29ª divisiones de infantería continuar el asalto. Fue una carnicería. Se calcula que aquel día en la playa de Omaha murieron entre siete mil y ocho mil estadounidenses, y que más de quince mil fueron heridos. Desde un promontorio en lo alto de la playa se derraman, en un inmóvil desfile de mármol blanco, las miles de cruces que forman el cementerio estadounidense, otro solemne monumento a la locura de la guerra.

A la caída de la noche, en el sector de Omaha los estadounidenses apenas habían logrado tomar tres pueblecitos, Vierville, Saint-Laurent y Colleville, que sin embargo fueron suficientes para, en los días siguientes, unir las dos cabezas de playa conquistadas al este y al oeste. La contraofensiva alemana fracasó y los aliados pudieron consolidar el avance con la rápida construcción de dos enormes puertos prefabricados (los célebres mulberries de patente inglesa) por los que desembarcaron miles y miles de tanques, camiones, cañones y blindados. En Arromanches todavía pueden verse algunas de las piezas flotantes de hormigón que se balancean en alta mar como huesos de un inmenso fósil bélico. 


FOTO: BEATRIZ FAURA

El pueblo de Arromanches ya pertenece al sector conocido en clave como Gold, que fue asignado a la 50ª división de infantería británica. Al igual que en Utah, las tropas desembarcadas apenas encontraron resistencia y alcanzaron los objetivos previstos con apenas medio centenar de bajas. Muy distinta fue la suerte que corrieron los canadienses de la 3ª división, asignados a la playa de Juno, quienes recibieron un tremendo castigo desde la costa por parte de dos batallones alemanes. A media mañana, con el apoyo de algunos tanques Sherman, los canadienses pudieron avanzar hacia el interior pero setenta años después, en medio de la lluvia y la neblina, todavía se percibe el horror que tuvieron que sufrir aquellos hombres recién desembarcados desde el vientre de las lanchas, completamente expuestos al fuego enemigo en una extensión de arena batida desde todas direcciones. En la playa de Juno, un pequeño museo conmemora el sacrificio canadiense, mientras cerca de la playa, un gran libro giratorio expone al viento cientos y cientos de placas de metal con los nombres de los soldados muertos.

En la playa de Sword, la 3ª división de infantería británica logró tomar sus objetivos a pesar de la fuerte resistencia alemana. La coordinación de las diferentes unidades, unida a la labor previa de las tropas aerotransportadas que tomaron el puente Pegasus, hizo posible que a media tarde se hubiera consolidado una significativa cabeza de playa que abarcaba de Lion-sur-mer a Ouirstreham con un número relativamente reducido de bajas.

Bajo la piel de un mar bronco y fatigado, a lo largo de ochenta torturados kilómetros de costa, se herrumbran restos de lanchas, tanques, morteros, cascos y fusiles, un cementerio submarino poblado de espectros militares que ni siquiera llegaron a alcanzar las playas. En las casamatas de Omaha, invadidas hoy de hierba y de turistas, duermen las baterías que defendieron durante unas pocas y sangrientas horas el Reich de los mil años. Por todas partes resuenan ecos de la batalla, se yerguen museos, monumentos, blindados, placas y memoriales que recuerdan a los miles de muchachos que vinieron a morir aquí, desde Londres, desde Kansas, desde Nueva York, desde Toronto, para liberar el viejo continente del dominio nazi. Toda la costa normanda es hoy día una larga cicatriz que convendría no olvidar nunca. 

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