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Así es la vida dentro de un campo de refugiados en Alemania

Las condiciones de vida en tres instalaciones de Renania del Norte-Westfalia tienen algo en común: la incertidumbre. Durante largos meses, los llegados esperan anhelantes los papeles que les abrirán la puerta a una vida nueva, la verdadera parada final de su viaje.

Abdullah Al Husseian, con su mujer Hayat y sus hijos, en el campo de refugiados de Dortmund. / CORINA TULBURE

CORINA TULBURE

DORTMUND / BOTTROP.- Contra la xenofobia, la palabra. Tras los acontecimientos ocurridos la noche de fin de año en Colonia, las instituciones municipales han organizado en el campo de Harsewinkel charlas entre los ciudadanos y los refugiados. “Vamos a dar un paseo en bicicleta juntos. Irán con nosotros los funcionarios municipales y la gente de la ciudad. Los responsables de los hechos en Colonia tienen nombre y apellido, no se debe generalizar. En Siria tenemos mujeres policías, líderes políticas, incluso mujeres que luchan contra el Estado Islámico”, comenta Rajeb Kalil, un periodista sirio que vive en el campo desde el mes de septiembre.

Los tres campos de refugiados visitados por Público ofrecen condiciones de vida muy diferentes. En los campos de Harsewinkel y Dortmund la ley es la autogestión y apenas hay vigilantes; en vez del control, priman los mecanismos de responsabilidad y la confianza. En Harsewinkel, los refugiados reciben 328 euros al mes para comida y gastos mensuales. Deben gastarlos por completo, ya que está prohibido guardar dinero o enviarlo fuera del país. Como regla, los refugiados que declaran ahorros no cobran el siguiente pago hasta que hayan gastado todo su dinero.

Después de tres meses en el campo, los refugiados viven entre la angustia y la voluntad de comenzar ya su nueva vida. Sus mayores enemigos son la espera indefinida de los papeles, la aglomeración en los campos y la falta de actividad diaria. En Harsewinkel nos encontramos con una habitación en la que viven de ocho a doce personas: "Cuando llegué supe que si nos llevábamos bien la primera semana, seríamos una familia. Tampoco es tan diferente de una residencia de estudiantes en Damasco”, ríe Rajeb. Aunque hayan huido de la guerra y tengan opiniones diferentes sobre el conflicto sirio, la esperanza por esa nueva vida que tienen al alcance de la mano hace que las divergencias, que en Siria hubieran acabado entre tiros, se disipen sin efecto alguno.

"Si he llegado hasta aquí, ya no me puede pasar nada malo"

Mientras sacan las patatas y el pollo en la mesa de cocina y descorchan una botella de vino -algunos no son creyentes y toman alcohol-, la guerra siria asoma por la pantalla del teléfono. Hoger Silo echa un ojo al plato y otro al Facebook. Su mujer sigue en Turquía y las fotos de su tienda hecha añicos en Siria están en su teléfono. Vivía en Nashabi, donde regentaba una tienda de teléfonos. Huyó de allí cuando el Ejército Islámico ocupó su pueblo, tras vencer a la milicia del pueblo, Lijan Shaebía, unos comités populares armados que defendían la ciudad de los islamistas, sin tener vínculos con el ejército del régimen sirio.

Abdullah Al Husseian muestra en su teléfono las imágenes de su casa de Hama en ruinas, y del hijo de su hermano, que murió a causa de un bombardeo. Este profesor de árabe decidió irse hace cinco meses, cuando vio que era imposible seguir con vida sin participar en la guerra: "Mira, si he llegado hasta aquí, ya no me puede pasar nada malo. Los sirios vemos la migración como la única esperanza de seguir vivos. Yo me he ido, pero los que están dentro de Siria no quieren morir en los bombardeos. Las bombas caen cada día”. Un lugar seguro es lo que repiten todos los chicos con los que hablamos. Zuher Aljalabi vive también con el teléfono en la mano. Su mujer, embarazada, está en Qamishli, una zona relativamente tranquila hasta que el 30 de diciembre el EI atentara en dos restaurantes, acontecimiento que ha sembrado el pánico entre sus familiares.

La cocina donde las familias preparan la comida en el campo de Harsewinkel. / CORINA TULBURE

La cocina donde las familias preparan la comida en el campo de Harsewinkel. / CORINA TULBURE

Del viaje hasta Alemania nadie quiere recordar demasiado, y Muamar Smail no cesa de preguntarnos la misma cosa: “Si por mar nos dejan pasar y nos recogen a los que llegamos vivos de Turquía a Grecia, ¿por qué no nos dejan pasar por la frontera terrestre que separa Grecia de Turquía?”. Lo que les llena de incertidumbre es la concesión de los papeles y el miedo a ser deportados: “Lo peor es esta espera que nunca acaba, sin los papeles te sientes encerrado. Además, no puedes hacer nada”, nos dice Kalil. Porque estos papeles que esperan con ansiedad son la señal de salida para su nueva vida: clases oficiales de alemán, posibilidad de estudiar en las universidades alemanas de manera gratuita, becas, un alojamiento gratuito en un piso compartido, y un subsidio para las necesidades básicas, nos explica Kalil.

En el campo de Dortmund, levantado junto a un lujoso hotel Radissom y considerado de tránsito —los refugiados solo llegan para registrarse—, tampoco se ven demasiados vigilantes. Los refugiados se organizan solos. Allí se encuentran la mujer y los niños de Abdullah Al Husseian. Viven en módulos individuales, sin puertas, pero tienen más intimidad que en otros campos. Sin embargo, la separación de la familia en diferentes campos añade más angustia a su situación. Tras seis meses separados —su mujer se había quedado en Turquía con los niños y cruzó más tarde por mar— solo pudieron estar juntos en Dortmund cinco días. Al menos, saben que cuando consigan los papeles, aunque les lleve meses, podrán reencontrarse. Otros refugiados que han dejado a su familia en Turquía o Siria se plantean volver si no consiguen reunirse. Eso dependerá del dinero que ellos puedan enviar a sus familiares para pagar a los traficantes los diferentes peajes, o de la concesión del permiso de reagrupación por la vía legal. Los dos procesos pueden durar años.

Aglomeración, control y angustia en el campo de Bottrop

“Las camas están tan pegadas que si sueñas con algo, el vecino de litera te lo puede contar por la mañana”, aclara Suleiman (nombre ficticio). En el campo de Bottrop la situación cambia por completo, y la presencia de vigilantes y controles estrictos aumenta el malestar de la gente. Sin intimidad, unas 150 personas duermen, respiran, pasan el día en el mismo espacio, hombres, mujeres y niños incluidos. La masificación de estos grandes dormitorios y el ruido permanente que les impide descansar los agotan: “¿Hace meses que duermo en un espacio con cien personas? ¿Descansarías?”.

Suleiman no sabe si está enfadado o simplemente agotado por los meses de espera y cansancio. No es tanto el hacinamiento lo que le asusta, sino la perspectiva de tener que pasar allí más de cuatro meses. Abandonó Damasco hace más de nueve meses. Atrás dejó las amenazas que volaban sobre su cabeza, pero también a su familia y una deuda de más de 5.000 euros, que se esfumaron entre los peajes a los traficantes y las tasas que los refugiados pagan desde que salen de Siria hasta que llegan a Alemania, lo que Suleiman llama “tasas de guerra”. Se trata del dinero que los civiles pagan a las distintas milicias, incluido el Ejército del régimen sirio, para poder salir desde su ciudad hasta la frontera o el aeropuerto. Tendrá que devolver la deuda el día que consiga su primer empleo en Alemania.

En el campo de refugiados de Dortmund la ley es la autogestión y priman la responsabilidad y la confianza. / CORINA TULBURE

En el campo de refugiados de Dortmund la ley es la autogestión y prima la responsabilidad. / CORINA TULBURE

Los refugiados del campo de Bottrop huyen de los periodistas, dicen tener miedo. Enseñan una pulsera donde figura su número de registro. Deben llevarla las 24 horas, dentro y fuera del campo. Suleiman la guarda en el bolsillo, le da vergüenza. Pide una entrevista fuera del campo. El reglamento del campo y el control que se ejerce sobre ellos les inducen temor y les hace sentirse diferentes. No tienen derecho a salir de la ciudad. Cuando salen del campo, deben indicar cuánto tiempo permanecerán fuera y al regresar les registran minuciosamente. Sin embargo, aclaran que lo peor no es el control sino la incertidumbre.

No hay nada que hacer, sólo esperar

Su única actividad diaria es esperar: 24 horas al día, durante meses. De nuevo, el remedio es el teléfono. Sus vidas se trasladan a los mensajes de WhatsApp o a Facebook, medios que les permiten comunicarse con sus familiares y entre ellos. Vivir de forma virtual, en las redes, donde corren los rumores, solo aumenta más su angustia. Si un amigo de otro campo recibe los papeles antes, se acrecienta el nerviosismo: “¿Y a mí me deportarán?”, preguntan. “Hay que esperar”, responden los funcionarios.

En el campo no hay nada que hacer. Algunos estudian alemán gracias a las clases impartidas por los voluntarios, pero no es una enseñanza oficial. El campo de Bottrop tampoco tiene servicio médico o enfermería, ni siquiera traductor, lo que aumenta la irritación cuando alguien de las más de 300 personas que habitan el campo se pone enferma y debe explicar al vigilante qué es lo que ocurre. Reciben al mes 144 euros y comen en el campo. A la angustia de la espera de los papeles, se suma la ansiedad que generan los traslados. En cinco meses, Suleiman ha estado en nueve campos.

A pesar de toda la incertidumbre que los merma, la voluntad de empezar una nueva vida en Europa desde cero les ayuda a seguir adelante: “Detrás ya no tengo nada. He vendido mi casa: o te cae encima una bomba del régimen o los islamistas secuestran a tu pueblo, pierdes tu vida y tu casa. La vendimos a la gente rica que la compra por el terreno y con este dinero llegamos hasta Europa. Yo con los niños he pagado 2.000 euros para cruzar el mar, más barato porque dicen que es temporada de riesgo. Viviremos en Europa, por mucho que nos cueste, para que estos niños no conozcan más la guerra”, nos explica Hayat, la mujer de Abdullah Al Husseian. Aunque hayan llegado a Alemania, el viaje de Hayat, Abdullah, Suleimn y Kalil todavía no ha acabado.

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