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El conflicto de Chipre Los otros chipriotas

Se cumplen 48 años de la invasión que provocó la división de la población de la isla en dos zonas ocupadas por las comunidades grecochipriota y turcochipriota

25/11/22 Uno de los 'checkpoints' que separan las dos zonas de Chipre
Uno de los "checkpoints" que separan las dos zonas de Chipre.

El de Chipre es uno de los conflictos larvados en Europa. Independiente desde 1960, con una Constitución que repartía el poder proporcionalmente entre griegos y turcos, no pasaron tres años sin que se produjeran los primeros enfrentamientos armados entre las dos facciones. En 1974, la EOKA, la organización armada que había iniciado la lucha contra la ocupación británica, bajo los auspicios del arzobispo Makarios III, dio un golpe de estado contra el Gobierno del propio Makarios, alentada por la dictadura griega de los coroneles. La EOKA y los militares griegos pretendían la unión con Grecia, la enosis, pero la consecuencia fue la invasión de la isla por el ejército turco, con la denominada Operación Atila, que ocasionó la división del país en dos. Y van ya 48 años.

La Operación Atila movilizó 40.000 soldados, cuatrocientos tanques y apoyo aéreo, y las tropas turcas avanzaron hasta lo que hoy sigue siendo la frontera que divide la isla. Pararon cuando ocuparon el 37% del territorio. Ocho años después, en 1983, la zona se convirtió oficialmente en la República Turca del Norte de Chipre, bajo el liderazgo de Rauf Denktash, quien gobernó hasta 2005. Pero hasta hoy, solamente Turquía lo reconoce como Estado, mientras que para el resto de la comunidad internacional en la isla solo existe un país: Chipre.

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Sin embargo, norte y sur mantienen diferentes presidentes, banderas, himnos, legislaciones y están separados por una sucesión de barricadas, sacos de arena, alambradas y puestos de control militarizados, que dividen en dos la isla por la capital, Nicosia. Es en el casco antiguo de esta ciudad donde la división se muestra de manera más palpable, con un checkpoint que corta la mítica Ledra Street y que hace de zona de paso entre los dos territorios.

Hoy, los ciudadanos de la Unión Europa, como todos los chipriotas, pueden cruzar libremente por los pasos habilitados, abiertos las 24 horas. Pero esta línea de 180 kilómetros trazada en 1963 permaneció herméticamente cerrada hasta 2003. En ese año, se abrieron varios puntos de entrada y las comunidades, que habían sido segregadas por la fuerza durante el conflicto armado, (turcochipriotas al norte, grecochipriotas al sur), pudieron cruzar y ver la isla desde lo otro lado de la frontera.

Comienza a caer la noche y en el minúsculo bar de Yiannakis Charalambous ya solo quedan dos clientes habituales jugando al Backgammon. Todos son viejos habitantes de Polis, una pequeña ciudad en el oeste de Chipre que sirve de puerta a la reserva natural de la península de Akamas, aunque ninguno de ellos nació allí. Charalambous es de Famagusta, una localidad en la costa este de la isla que fue bombardeada por aviones turcos en 1974. Él, como la mayoría de la población grecochipriota, huyó de la ciudad antes de que el ejército turco la ocupara. Ya en lugar seguro, decidió abrir un kebab, un negocio muy frecuente en la isla mediterránea, influida por las costumbres y culturas de los países que la rodean. «Los soldados griegos solían hacer cola para comprar mis kebabs», cuenta Charalambous mientras sirve los últimos cafés del día, bien cargados y acompañados de un vaso de agua. «Yo les ponía las últimas noticias en la televisión y hablábamos de lo que acontecía, era cuando empezaba a forjarse el conflicto», añade.

25/11/22 Yiannakis Charalambous en su bar de Polis, una pequeña ciudad en el oeste de Chipre.
Yiannakis Charalambous en su bar de Polis, una pequeña ciudad en el oeste de Chipre.

«Yo he visto pasar a turcochipriotas obligados a ir al norte con lágrimas en los ojos», recuerda Antonious Katsantonas mientras recarga su pipa sentado en la terraza del club del equipo de fútbol Anagennisi Dherynia, en el este de la isla. Era el dueño de varios restaurantes en Famagusta, pero cuando los soldados turcos comenzaron a avanzar hacia la zona, se fue. «Nos dijeron que podríamos volver al día siguiente. Aún estamos esperando», cuenta Katsantonas, que confiesa la angustia que vivió durante el avance de las tropas. «No sabíamos cuándo iban a parar». Y este anciano grecochipriota está seguro de que si pararon fue porque quisieron. «Podrían haber seguido sin casi oposición, pero su estrategia fue a dividir la isla y separar las comunidades que llevamos siglos viviendo aquí».

A pocos minutos del club de fútbol de Dherynia se encuentra, de nuevo, la frontera, que pasaría desapercibida si no fuera por la señal de «Stop» que se apoya en la carretera, rodeada de alambre de espiños. «Prometieron que también aquí abrirían un punto de acceso, de nuevo seguimos esperando». Justo enfrente, un vistoso cartel en la fachada de un edificio invita a subir a lo que se anuncia como «el mirador más próximo a Famagusta, la ciudad fantasma». El regente del mirador no es otro que Katsantonas, que desde esa azotea dice poder ver uno de los negocios que regentaba y a donde nunca volvió.

25/11/22 Yiannakis Charalambous en su bar de Polis, una pequeña ciudad en el oeste de Chipre.
Ahmed, en la puerta de su taller de muebles.

La ciudad de Famagusta era antes del conflicto uno de los lugares clave para la economía de la isla, donde el turismo de playa y monumentos era la atracción de muchos visitantes, en su mayoría rusos. Hoy sigue atrayendo la algunos curiosos que, más allá de las edificaciones y de las tiendas de recuerdos, acuden atraídos por la singularidad de Varosha, «el barrio fantasma». El distrito, ahora impenetrable, fue tomado por soldados turcos durante la ocupación y convertido en una zona militarizada que aún continúa así. Varosha se congeló en el tiempo, y esconde casas, grandes almacenes y hoteles vacíos o destrozados a los que es imposible acceder.

La profesora Chara Makriyianni nació precisamente en este barrio, cuando aún era un lugar lleno de vida. Después del conflicto, su familia huyó al sur, donde se convirtieron en refugiados. Vivir esta experiencia animó a Makriyianni a fundar la Association for Historical Dialogue and Reserach ( AHDR), tras doctorarse en educación por la Universidad de Cambridge.

Además de presidir la asociación, Makriyianni pertenece al comité gubernamental que lleva a cabo la reforma educativa y trabaja como profesora en el colegio Phaneromeni de Nicosia, donde enseña a muchos niños y niñas que, como ella, son refugiados. «Queremos acabar con la versión adulterada de la historia de Chipre que se explica en los colegios, para lo cual es preciso reformar el sistema. Las futuras generaciones no deben aprender el odio en las escuelas», argumenta.

Makriyianni insiste en que los sistemas educativos chipriotas dan hoy una visión «tendenciosa» del conflicto, lo que contribuye a la creación de perjuicios sobre la «otra» comunidad. En el norte se ensalza la actuación de los turcos y se culpa a los grecochipriotas. En el sur, donde la Iglesia ortodoxa ejerce un fuerte control sobre la educación, los malos de la película son los turcos.

25/11/22 Ayse, maestra en uno de los colegios turcos en la ciudad dividida de Nicosia.
Ayse, maestra en uno de los colegios turcos en la ciudad dividida de Nicosia.

El abogado Alenxandros Efsthatiou aún recuerda la primera vez que un profesor le dijo que «un buen turco es un turco muerto». «Por eso hay gente que, aunque puede, nunca cruzó la frontera. Llegan a pensar que hay monstruos del otro lado», apunta. «En la escuela nos enseñan a discriminar al diferente, con lo que la fractura social es cada vez más profunda. Los pensamientos y conductas intolerantes de las nuevas generaciones son consecuencia directa de la educación», señala el joven.

El sentimiento racista que existe entre las dos comunidades no se extinguió tras la apertura del muro, y cada vez aumenta más en algunos sectores de la población. Así lo asegura la presidenta de la asociación antirracista KISA, Anthoula Papadopoulou, desde el patio interior de su sede en Nicosia, a salvo de un sol que cae a plomo a primera hora de la tarde. Entre el ajetreo de beneficiarios y voluntarios que van de un lado para lo otro de la asociación, la presidenta insiste en que el conflicto dejó miedo y desconfianza, dos sentimientos que la crisis económica agravó. «Se mira al otro cómo sospechoso y los nacionalismos acaban envenenando a la gente», declara.

Papadopoulou explica que la oposición entre comunidades se remonta a tiempos anteriores al conflicto armado, concretamente a la colonización británica, que duró desde 1878 hasta 1960. La metrópoli aplicó durante esa época la dividing rule, una estrategia política que consiste en potenciar las diferencias de las comunidades, en lugar de buscar puntos en común porque «es más fácil controlar a una sociedad dividida».

A partir de la independencia, explica Papadopoulou, esa política continuó de la mano de Turquía y Grecia, que fueron, junto a Gran Bretaña, las garantes de la nueva Constitución. A través de un comunicado, la ONG alertaba hace unos años del crecimiento del apoyo social a partidos nacionalistas y de extrema derecha como ELAM (Frente Popular Nacional) en el sur, y el YDP (Partido del Renacimiento) en el norte. «En medio del continuo estancamiento en el problema de Chipre y los peligrosos juegos sobre los hidrocarburos, la violencia racista, los crímenes de odio, el nacionalismo y la extrema derecha, el neo-nazismo y el fascismo se intensifican», escribían.

Por ejemplo, en el sur de la isla mediterránea, el partido ELAM pasó del 4 % al 5,6 % en las elecciones presidenciales de enero de 2018. Su líder, Christos Christou, explicaba el ascenso de su partido por la crisis económica, con un 30% de los jóvenes en paro, el rechazo a los inmigrantes especialmente, y la causa chipriota. Pero el racismo y la xenofobia no solo afectan a los turcochipriotas y grecochipriotas, también muchos turcos que viven en la isla sufren las consecuencias de los perjuicios y la discriminación, un problema que existe desde épocas anteriores a la independencia de los territorios del norte. A pesar de que la Constitución promulgada después de la descolonización en 1960 obligaba la que el Gobierno contara con representación de las dos comunidades, fue Makarios III, presidente grecochipriota, quien en 1963 modificó la Carta Magna. Esta medida fue sentida como una «merma de derechos» por la comunidad turca y tuvo como consecuencia la intervención militar de Turquía y del país heleno.

En 1964, a los cuatro años de la independencia, eran ya 193 turcochipriotas y 133 griegos las víctimas mortales del conflicto, a los que se sumaron cientos de desaparecidos. La ONU decidió en ese momento desplegar a los cascos azules e implantar una «línea verde» para controlar las milicias de ambas partes y conseguir el alto el fuego. Las dos medidas se mantienen a día de hoy en la isla.
Los ataques de 1963 obligaron a Andreas, que regentaba una tienda en el norte de Nicosia, a escapar a la parte sur de la capital. «Ahora en mi casa vive una familia turca… Podemos visitar nuestros antiguos hogares, coger alguna naranja del jardín e irnos», cuenta junto a uno de los talleres que abundan en esa parte de la ciudad, a escasos metros de la línea de separación. «Tras 48 años, uno se acostumbra a vivir al lado de la frontera con militares rondando constantemente por las calles».

Tras 48 años, la demografía en los dos lados de la isla ha cambiado y la República Turca del Norte de Chipre cumple lo que promete su nombre. En ella se construyeron mezquitas, se alzaron estatuas en homenaje a Atatürk y se utilizan liras turcas en muchos comercios y transportes. Según el censo, en 2006 un 44 % de la población era de origen turca.

Uno de ellos es Ahmed, que pasa la última hora de la tarde viendo la televisión en su polvoriento taller de muebles que está, literalmente, pegado a la frontera. Ahmed, que presume mostrando el catálogo de los muebles que fabrica, llegó a Nicosia hace veinte años. Desde entonces no ha vuelto a su país de origen. Se les acusa de ser criminales, pero solo son turcos procedentes de Antalya, una de las regiones más pobres de Turquía. «No somos muy felices aquí», explica mientras su perro, un cachorro de pastor alemán, no para de jugar entre sus pies.

Así se siente también Ayse, profesora de uno de los centros educativos de la parte turca de la ciudad dividida de Nicosia. Ella cuenta que en la isla las condiciones de vida son más fáciles que en su lugar de origen, pero echa de menos el paisaje y sobre todo a su familia. «Turquía es un país muy bonito y aquí solo vemos campo seco, no hay mucha vegetación. Echo de menos mi hogar, pero aquí hay más oportunidades de trabajo», comenta.

Los representantes de los dos gobiernos y las instituciones internacionales tratan, de vez en cuando, de acercar posturas con el propósito de alcanzar una solución que se va dilatando en el tiempo. Son los movimientos y organizaciones sociales que pelean a diario por conseguir una conclusión al conflicto.

Es el caso del movimiento Unite Cyprus Now, que cree en una solución federal para la reconciliación de la isla. Su portavoz, Thomas Antoniou, comenta que el verdadero problema es que los políticos «no tienen voluntad» en que las negociaciones triunfen porque de eso «dependen sus intereses políticos». «Se alimentan de un sistema que basa sus programas electorales en planes para solucionarlo. La gente está cansada de que año tras año no se cumplan las promesas y no se avance ni un paso, pero el cambio vendría si salieran a la calle para manifestarse», lamenta.

Por eso, Unite Cyprus Now se concentra periódicamente en el checkpoint de Ledra Street en Nicosia, donde, bajo la supervisión de la policía de la ONU, organizan exposiciones y actividades para despertar la curiosidad de quien cruza la frontera en ese momento. «No soy un gran optimista y pienso que al final la guerra y la paz son una industria, pero siento que tengo que estar aquí por mi país», explica mientras reparte unas pegatinas con el lema «Nosotros no olvidamos, perdonamos y seguimos adelante».

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