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El hombre que pudo tener razón

El escritor segoviano Alberto Olmos revisita la epopeya de Iglesias, un viaje político y catódico que partió de Vallecas y llega hasta el Congreso

                                                              ILUSTRACIÓN POR FRAN MARCOS

ALBERTO OLMOS*

Que el viaje político hacia el centro puede ser la circunvalación del propio ego es lo que ha demostrado Pablo Iglesias desde que lo vimos por primera vez en la televisión. Era un chico delgado al que le caían un poco raras las camisas. Su melena, encauzada en coleta por una gomita, se le abombaba por arriba como a las brujas de Miyazaki. Parecía desnutrido, hecho de hambre. Su voracidad verbal, sin embargo, inducía al canibalismo. Devorar a la casta fue lo primero que nos enseñó Pablo Iglesias, que gritaba mucho, se arrancaba por palabrotas, acribillaba con el dedo a sus oponentes y plegaba el entrecejo como Moisés plegaba el mar, para que pasara el pueblo revolucionario.

Mientras hacíamos zapping buscándole por los distintos canales, él aprovechaba la confusión para inventarse un partido político. Ahora Podemos nos parece una organización seria, pero había que verlos por aquel entonces, llenando pequeñas plazas de hula hoops y globos de color morado, redondeando las aristas del voto de los indignados, que tenían que elegir entre ellos y una cosa llamada Partido X.

Devorar a la casta fue lo primero que nos enseñó Iglesias, que se arrancaba por palabrotas, y acribillaba con el dedo a sus oponentes

A las Europeas fueron con todo, con nada, con la cara de Pablo Iglesias en la papeleta. Fue una decisión barata y genial, pues resultó que la gente votaba caras, coletas, votaba entrecejos. La euforia favorable a Podemos, la fe en Pablo Iglesias en aquellos primeros meses, fue tal que, de haberse celebrado unas Generales en ese momento, Pablo Iglesias hubiera utilizado la pre-campaña para mudarse paulatinamente a la Moncloa, en una furgoneta alquilada, a fin de no sangrar al erario público.

Pero la gente no vota cuando tiene ganas, sino cuando el presidente de la nación pone cara de que le votes. Hasta la llegada de ese mohín, había tiempo para que medio país se desenamorara de Pablo Iglesias.

Llegaron entonces los vídeos vascos y venezolanos, las facturas colosales por no se sabía qué, las becas entre amigos y una novia, Tania, que vivía escaldada por la monitorización de su noviazgo. Podemos era tan moderno que ninguna pareja se levantaría el día de las Generales para votar juntos. Si desaparece Podemos, su legado será el poliamor.

Pablo se hinchó de antonomasia, se le subió el ego a la coleta, y empezó a malsentarse en los platós

Pero no era Venezuela ni Irán lo que desgastaba a Pablo Iglesias: era Pablo Iglesias el que se desgastaba solo. Quizá vio muy seguidos todos los capítulos de Juego de Tronos, quizá se olvidó de que sólo era un hombre, quizá, como leemos en Juan de Mairena, su diagnóstico “fatigaba de puro certero”. El caso es que Pablo se hinchó de antonomasia, se le subió todo el ego a la coleta, y empezó a malsentarse en los platós, poniéndose los respaldos en el sobaco, y ya hablaba desde el cesarismo de las encuestas, sacándole motes de colegio a los oponentes, haciendo bullying a las señoras del PP, ensoberbecido de no poder tomarse una caña tranquilo en ningún sitio salvo en el bar del Ritz. Qué lejos quedaba Vallecas; qué lejos, Tania; qué lejos, un hombre que pudo tener razón.

Las encuestas no tardaron en medirle la modestia, mientras otro candidato bisoño se hacía con el favor de la demoscopia. Hay que imaginar a Iglesias mirándose entonces al espejo, recorriendo sus propias facciones en busca de penitencia, para darse cuenta de pronto de que, a sus espaldas, estaban todos los demás. Vallecas. El 15M. Los de abajo. Había que dejar de ir al Ritz y remontar aquello.

Y así fue como Pablo Iglesias abrazó la templanza, en un largo trayecto permanentemente televisado, una epopeya que partió de Vallecas y llegó hasta Invernalia, con sentaditas de prestado en el sillón azul del presidente, aprovechando las puertas abiertas del Congreso. Si algo había en el Congreso en esas jornadas de señalarle agujeros de bala a las paredes, era centro, pueblo llano, la medular pensionista de nuestra democracia.

Cómo me gustan las imágenes de Pablo Iglesias en el Ritz, entre millonarios, merodeando a los poderosos

Sin embargo, cómo me gustan las imágenes de Pablo Iglesias en el Ritz, entre millonarios, merodeando a los poderosos, poniendo el pie y la camisa remangada en lugares selectos y antipáticos, como el foro de ABC o el de El Mundo, o en un photocall junto a Juan Luis Cebrián o a los altos ejecutivos de Atresmedia. Es en esa probeta social, en ese precipitado de químicas antagónicas, donde vemos el valor real de Pablo Iglesias, que es un valor inmenso, delicioso. A saber: cómo le miran los ricos.

Los ricos, cuando le tienen delante, le miran como los maestros miran al niño que más guerra les da, a medio camino entre la alerta autodefensiva y el alivio secreto de ver que gente joven puede aún desobedecerle a algo. Saben que Iglesias está loco, pero le tienen cariño a esa locura, a ese romanticismo político que, si no fuera porque la maquinaria del capital necesita de ellos para seguir funcionando, hasta compartirían.

Muy pronto veremos a Pablo Iglesias en el Congreso de los Diputados, más o menos acompañado, según ordene D´Hondt. Hay un buen trecho entre los pasillos pintarrajeados de una universidad pública y las nobles maderas del Congreso, y es reflejado en ellas donde todos queremos ver a Pablo Iglesias.

Porque, haga lo que haga Pablo Iglesias con su escaño, su voz será nueva en el hemiciclo, será rebelde; vendrá bien.

*Alberto Olmos (Segovia, 1975). Actualmente es editor invitado del sello Caballo de Troya. Su última novela fue 'Alabanza'.

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