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La sombra de Mladic es alargada

El 'carnicero de Srebrenica' fue condenado esta semana a cadena perpetua por genocidio y crímenes de guerra en Bosnia.

Ratko Mladic, en el tribunal de La Haya. - REUTERS/Peter Dejong

BRU ROVIRA *

Su peor condena la recibió el general Ratko Mladic justo un año antes de la matanza de Srbrenica, donde ordenó el asesinato de más de ocho mil musulmanes en la peor limpieza étnica de una guerra que causó más de 100 mil muertos y desplazó de sus hogares a 2,2 millones de personas.

Era una noche del 24 de marzo de 1994. La familia Mladic se había reunido en su casa de Belgrado. Cenaron. Después de recoger la mesa jugaron a los barcos. El general. Su esposa Bosa. Los hijos Darko y Ana. Al cabo de unos pocos minutos, Ana dijo que se retiraba a su habitación. Que le dolía la cabeza. El general debía reincorporarse al amanecer al frente de guerra, en Bosnia. Antes de subir al coche militar que le esperaba en la puerta, Mladic quiso despedirse de Ana y entró en su habitación. Le preguntó qué le pasaba. La hija dijo que no se lo podía explicar.

Los supervivientes de Srbrenica recuerdan todavía hoy, y lo seguirán recordando mientras vivan, aquella sonrisa helada del general Mladic

Aquella misma noche, Ana, una brillante estudiante de medicina de 23 años de edad ─dicen que era la mejor de su promoción─, cogió la pistola de su padre, la pistola con la que el general había sido obsequiado en la academia militar de Belgrado por ser su mejor alumno, y se pegó un tiro en la cabeza. La escena la cuenta la escritora croata Slevenka Drakulic en su libro No matarán ni una mosca, dedicado a los criminales de la guerra en la antigua Yugoslavia. En opinión de Drakulic, el suicidio de Ana tuvo que ver con el silencio de su padre. Con la imposibilidad de comunicarse con él. Ana había estado estudiando durante un tiempo en Moscú y, al parecer, allí había conocido las masacres dirigidas por su padre, el psiquiatra Rodovan Karadzic y el presidente Slobodan Milosevic, en una guerra que ya llevaba dos años y estaba haciendo de la limpieza étnica su principal objetivo.

“Si se hubiera atrevido a decirle algo aquella noche ─escribe Drakulic─, a mencionar siquiera la guerra, él la habría mirado con aquellos penetrantes ojos azules, que se volverían fríos como el hielo. Una mirada de incredulidad, luego de ira. ¿Quién era ella para preguntarle a él, su padre, un general?”.

Los supervivientes de Srbrenica, los pocos que consiguieron salvar la piel huyendo por el bosque mientras los soldados de Mladic los perseguían como conejos, las mujeres, los ancianos y los niños encerrados en una nave de Potocari, justo al lado del edificio donde vivía acuartelado el batallón holandés de las Naciones Unidas que les dejó abandonados a su suerte, todos ellos recuerdan todavía hoy y lo seguirán recordando mientras vivan, cada minuto de su vida, aquella sonrisa helada del general Mladic dando órdenes, obligando a que las madres entregaran a sus hijos mayores de 13 años, diciendo a los hombres mezclados entre las mujeres y los niños que si se entregaban no les pasaría nada, cuando todos, encerrados dentro de la nave industrial que hoy se ha convertido en un museo de la memoria, podían escuchar perfectamente el sonido de los disparos, los gritos de los hombres y los adolescentes mientras eran fusilados entre la maleza que rodea los pabellones, junto al pequeño riachuelo, contra las paredes de ladrillo.

Fotografía que forma parte del museo de la memoria sobre Srbrenica. - BRU ROVIRA

Fotografía que forma parte del museo de la memoria sobre Srbrenica. - BRU ROVIRA

Dentro del memorial hay dos fotos que a mí me impresionan especialmente. Una es la de una mujer vestida con una falda blanca y una rebeca color burdeos, colgada de la rama de un árbol del bosque por el que huyeron más de ocho mil hombres; un bosque espeso y oscuro en el que durante estos años se han ido identificando las fosas cavadas en la tierra, a veces con maquinaria pesada, que querían ocultar los cadáveres amontonados.

La segunda foto, justo a la entrada del pabellón, colgada en la pared de la derecha, es la del general Mladic brindando con el comandante del batallón holandés de las Naciones Unidas, Thom Karemans. A Mladic se le ve eufórico, sonriente. Levanta su copa llena de aguardiente para brindar con Karaman, que hace también el gesto de brindar, pero tiene la sonrisa rota, mezcla de miedo y de vergüenza. Mladic, el asesino patriota, el muchachote de cuello de toro que da golpecitos a la espalda, ríe y bebe aguardiente. Y Karemans, el responsable militar de las Naciones Unidas, el militar que se comprometió a defender con sus soldados bien armados el enclave de Srbrenica, pero todos ellos acaban de rendirse justo en este momento, cuando les toman la foto.

Se han rendido como conejos al primer grito del general Mladic, mientras, por encima de todos ellos, los ejércitos occidentales apostados en Bosnia se niegan a intervenir para salvar a la población civil. Y, todavía peor, porque un poco más por encima de todos estos ejércitos bien armados con aviones y carros de combate, los políticos hace días que han hecho sus apuestas y deciden inhibirse, no actuar, dado que, con toda seguridad, están pensando en una partición étnica para el futuro de Bosnia, donde vete a saber si les conviene o no salvar Srbrenica.

Dicen de la guerra una única cosa: nos hemos destruido la vida para nada. Nos han bien jodido. Y nos hemos bien jodido. Para nada

Hace dos veranos estuve durmiendo en casa de Senad Sejdin, en Potocari. Senad tuvo meningitis de niño y sufrió una parálisis que le obliga a desplazarse en una silla de ruedas. Senad trabajaba entonces en la secretaría de la escuela de Potocari. El día de la masacre de Srbrenica fue obligado a abandonar su casa junto al resto de musulmanes. Puesto que no podía caminar, unos chavales lo cargaban a brazos sentado en una silla. Senad marchaba mezclado entre las mujeres, los niños y los ancianos. Un soldado serbio se acercó hasta Senad y le apuntó en la cabeza con una pistola. Cuando iba a disparar, otro soldado, que conocía a Senad, le obligó a bajar el arma. Senad consiguió salvar la vida. Se exilió a Holanda, pero regresó a Srbrenica el año 2014. Su padre, Sejdin, no tuvo la misma suerte: fue fusilado en uno de los muros del pabellón de Potocari.

Una noche, en casa de Senad nos acompañó durante la cena Radenko, un amigo serbio con el que ahora comparte una explotación de fresas. Me contaron la siguiente historia: el padre de Radenko, Veso, era íntimo amigo del padre de Senad, Sejdin. Ambos trabajaban como obreros en una fábrica. Durante las vacaciones, las dos familias compartían un bungaló al lado del río Drina. Cuando el padre de Radenko supo que su amigo Sejdin había sido fusilado entró en una depresión que terminó en suicidio. En la pared del comedor donde charlamos después de la cena cuelga una foto de Veso y Sejdin, ambos vestidos con sus monos de trabajo. Hablamos de la guerra. Los dos hijos invocan la amistad de sus padres, la amistad que también a ellos les une. Dicen de la guerra una única cosa: nos hemos destruido la vida para nada. Nos han bien jodido. Y nos hemos bien jodido. Para nada.

Combo de fotografías del museo de la memoria sobre Srbrenica. - BRU ROVIRA

Combo de fotografías del museo de la memoria sobre Srbrenica. - BRU ROVIRA

El mejor libro que jamás se haya escrito sobre Srbrenica es el de Emir Suljagic, Postales desde la tumba. Suljagic era entonces intérprete de las Naciones Unidas en la ciudad sitiada, cosa que le permitió salvar milagrosamente la piel, mientras todos los hombres de su familia fueron asesinados. El libro es la descripción desde dentro, iluminada por el relato de las vidas de los vecinos de Srbrenica y no por los focos de la mirada externa. “La guerra ─escribe Suljagic─ nos destruye como personas mucho antes de que nos destruya como comunidad”. Es un crimen deleznable en sí mismo. Sin duda, si las guerras se narraran como lo hace Suljagic, con la voz de quienes las sufren, jamás adquirirían la épica que todavía las grandes naciones quieren imponer como un ideal de civilización.

“Yo soy el general Mladic, he defendido a mí país y a mi pueblo”, dijo el general Ratko Mladic, arrogante, en su primera comparecencia ante el Tribunal Penal Internacional que ahora lo ha condenado a perpetuidad por todos los crímenes cometidos en la guerra de Bosnia, especialmente en Srbrenica y durante el cerco de Sarajevo. “Las fronteras siempre se han trazado con la sangre, y los Estados los han delimitado las tumbas”, solía sostener Mladic para todos aquellos que todavía quieren escucharle.

No debemos engañarnos sobre el nuevo mapa de la antigua Yugoslavia, estos nuevos países surgidos de la partición de Dayton, construidos no en la conciliación, sino sobre la división

Ha pasado ya más de un cuarto de siglo desde aquellas guerras y el general es hoy un anciano de 74 años. Dicen sus abogados que apenas discurre correctamente, que tiene una parálisis parcial después de haber sufrido tres derrames cerebrales, que puede mostrarse irascible y jovial, que pasa sus horas tumbado en la cama de su celda de 15 metros cuadrados, que ya no le queda energía para jugar al ajedrez con su amigo Rodovan Karazic ─el ideólogo y el soldado─ como solía hacer estos últimos años en la cárcel que ambos comparten.

Mladic se extinguirá tras los muros de una prisión. Sus víctimas, los familiares de todos aquellos que perdieron la vida durante la guerra, celebran su condena como un acto de justicia necesaria, de reconocimiento de su dolor. Pero otros muchos, los suyos en aquel conflicto europeo donde las repeticiones de la historia, los muertos de mis muertos y de nuevo los tuyos y los míos hasta la siguiente generación ─el padre de Mladic, partisano, fue muerto por los ustacha croatas, colaboradores de los nazis─ no aceptan la sentencia como un acto de justicia, y la viven como una derrota. No debemos engañarnos sobre el nuevo mapa de la antigua Yugoslavia, estos nuevos países surgidos de la partición de Dayton, construidos no en la conciliación, sino sobre la división.

Resulta perturbador constatar cómo a las manifestaciones de alegría que celebran la sentencia contra Mladic se han sumado otras que lo ensalzan como un héroe. La más inquietante ─por venir de la máxima autoridad de la república Srpska en la Bosnia dividida hoy en dos entidades, la serbia y la musulmana─ ha sido la de Milorad Dodik, quien ha declarado que Ratko Mladic “será para siempre una leyenda del pueblo serbio”. “El comandante de un ejército que defendió la libertad de su pueblo”.

*Bru Rovira es periodista. Ha cubierto algunos de los conflictos internacionales que marcaron el fin de la Guerra Fría, como el de la antigua Yugoslavia. Es premio Ortega y Gasset y premio Miguel Gil Moreno de periodismo. 

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