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Zapatos para huir

IRENE LÓPEZ ALONSO

¿Qué zapatos te pondrías para huir de la guerra?

En una de las playas de la isla de Lesbos, cerca del puerto de Molyvos, llama la atención la siguiente imagen: un montón de zapatos, colocados en fila, secándose frente al mar.
Son los zapatos de los refugiados, que entre la travesía y el desembarco, llegan a la orilla anegados de agua. Los voluntarios que les atienden “a pie de lancha” se los quitan y les dan otros secos, como primera medida para entrar en calor. A veces son zapatos nuevos, que las organizaciones compran ex profeso, pero otras veces son los zapatos de los refugiados del día anterior: los que, una vez secados en hilera frente al mar, pueden ser reutilizados.

“Antes de juzgarme, camina tres lunas con mis zapatos”, dice un proverbio sioux. Quizá sería una buena solución contra la dañina indiferencia de los líderes europeos: si Angela Merkel tuviera que andar tres días con las botas desgarradas de una madre siria, si Donald Tusk tuviera que envolverse los pies con bolsas de plástico a falta de calcetines, o si Jean Claude Juncker tuviera que calzarse unas zapatillas una talla menor a las que usa, embarradas y con las suelas despegadas; quizá no hubieran decidido tan frívolamente, en el vergonzoso acuerdo firmado entre la Unión Europea y Turquía, la deportación de los descalzos.

Los descalzos de todos los tiempos: los desarraigados, los descamisados, los sin calzones, los sin papeles, los sin zapatos. Los armenios deportados en convoyes, los exiliados españoles que se cosían bolsillos en el interior de los pantalones. Los del pijama de rayas en la Alemania de 1940. Es tan atemporal la barbarie, que parece mentira que podamos olvidarla.

La imagen de esos “zapatos para huir”, alineados frente al mortífero mar Egeo, recuerda a uno de los monumentos más emblemáticos de Budapest: “Los zapatos en el paseo del Danubio”. Zapatos de hierro que conmemoran a los 20.000 judíos húngaros que fueron fusilados a la orilla del río entre diciembre de 1944 y enero de 1945. Atados unos a otros en fila india, los fascistas húngaros no desperdiciaban balas: con disparar al primero caían todos al agua y morían ahogados. Esos zapatos de bronce, de todos los tamaños (también infantiles) y todas las formas (también con tacón), recuerdan a los turistas este episodio cruel. Y los habitantes de Budapest siguen colocando velas y flores entre estas pequeñas esculturas a su trágico pasado.

Son tantos los paralelismos entre el drama de los refugiados y el holocausto de los judíos (los trenes atestados, las pulseras identificativas que recuerdan al brazalete de la Estrella de David, las puertas rojas de sus casas, ahora señaladas con ese color, antes marcadas con alguna pintada incriminatoria o con el símbolo judío; el sistema deshumanizado –y cosificador- de los campos de refugiados, a veces tan similar al de aquellos otros campos; el frío, el hambre, las cabezas rapadas de los niños –aunque ahora sea para ahuyentar los piojos-) que no sería de extrañar que, dentro de varios años, una escultura en las playas de Lesbos recordara no sólo a los muertos del Egeo, sino también a los vivos. Los que sobrevivieron al mar y tuvieron que seguir su penoso camino pisando charcos, prácticamente descalzos.

Entonces, los Juncker, los Tusk y las Merkel del futuro se conmoverán ante los zapatos de hierro, entre los flashes propios de las visitas oficiales. Depositarán flores y velas como cada año en el Día Internacional de Conmemoración de las Víctimas del Holocausto, y recordarán y se emocionarán y se escandalizarán en proporción a todo lo que no se están escandalizando ahora.

Sospechando en sus adentros, quizá, que su escándalo a tiempo habría sido más útil que su conmoción tardía.

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