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El ágora de plasma

Los mítines políticos se han convertido en gigantescos platós de televisión

Gonzalo López Alba

En la era de la mediocracia, los mítines políticos se han transformado en gigantescos platós de televisión, lo que los convierte en actos cada vez más cercanos al espectáculo y más alejados de la categoría de foros de pedagogía política.


El ágora griego ha devenido así en un ágora de plasma, en el que los ciudadanos son integrados como parte del decorado y a los medios de comunicación se los intenta relegar a la función de pasarela de los candidatos y caja de resonancia de los mensajes diseñados por expertos en mercadotecnia y estrategias electorales.


Si el mitin sobrevive al ímpetu arrollador de las nuevas tecnologías de comunicación es porque el atrezo ya no es un aditamento necesario, sino el ingrediente imprescindible en un universo de cultura visual. Porque Internet es un poderoso instrumento de transmisión e intercambio de información, pero –a pesar del empuje de los blogueros– aún no de conformación de opinión. Porque la aclamación por multitudes desempeña una función esencial para fortalecer el ego del candidato, aunque ya ninguno congregará el millón de personas que Felipe González logró reunir en el catártico octubre de 1982 en la Ciudad Universitaria de Madrid. Porque para quienes asisten tiene un sentido eucarístico de comunión colectiva a modo de conjuro contra la individualidad que, como advirtió Tocqueville, es el peor enemigo de la ciudadanía. Y porque conserva un regusto a concierto de rock, no tanto por las atracciones musicales que los partidos introdujeron en  los años 80 para amenizar la espera en los grandes actos, sino por la fascinación que en el común ejerce la posibilidad de ver en carne y hueso y, si hay suerte, tocar a la estrella mediática –la sarkozyzación de la política–.


Con estos alicientes y aquellos impoderables, los seguidores se levantan de madrugada, recorren cientos de kilómetros en autobús con el ánimo festivo de excursionistas y procuran llegar antes que los demás para ocupar los mejores asientos: los más cercanos al escenario o al corredor por el que el candidato hará el paseíllo de entrada. Los más afortunados contarán de regreso que estrecharon la mano o recibieron un beso del personaje admirado y guardarán como una reliquia la foto captada con la cámara de un móvil.


La ‘cuarta pared’ y el semáforo rojo


En los albores de la democracia española el estrado era ocupado por un grupo de dirigentes a modo de escaparate intergeneracional, pero el haz de luz ha acabado siendo monopolio del líder para realzar esta figura. La cuarta pared se eliminó cuando, siguiendo la innovación de la primera campaña de Bill Clinton, el PP incorporó en 1993 a su utilería escénica a jóvenes colocados a la espalda del candidato, con la doble función de servir de cortinaje y de claque. Bajo la batuta de un animador que les marca los momentos, hacen ondear las banderas o jalean las palabras del orador contagiando al resto del auditorio. Las demostraciones de fervor entusiasta se hacen coincidir casi siempre con las conexiones en directo de las televisiones, de las que el orador es avisado por una luz roja.


Cuando el semáforo se enciende, no importa lo que estuviera diciendo en ese momento ni que la frase quede abruptamente cortada. El candidato deja de hablar para la gente que le escucha en directo y habla a las cámaras de televisión. Unos segundos después recuperará el hilo argumental como si nada hubiera pasado o cambiará de tercio como si tal cosa.


Mensajes cortos y efectistas

A semejanza de los cantantes cuando presentan su último álbum o de los actores cuando promocionan su película de estreno, los candidatos hacen sus giras electorales con un compacto, un discurso básico al que cada día incorporan alguna novedad para dar respuesta al adversario o intentar marcar la agenda mediática.

En ocasiones improvisan atendiendo a los requerimientos del público –“¡Dále a los obispos!”, “¿Y las viudas?”...–, lo que sirve a los políticos de termómetro para calibrar la eficacia de sus mensajes y traslada al interpelante el sentimiento de que sus inquietudes son objeto de atención.
Pero el objetivo esencial es hacerse con el titular del día siguiente y que sea el que se ha fabricado en el laboratorio de estrategia de cada partido y no otro, una frase corta y contundente, un mensaje lo más simplificado posible, lo más efectista que quepa para llegar a la mayor audiencia posible, que sigue estando en las televisiones.

El ‘total’ de televisión

La señal realizada de televisión que los grandes partidos dan a las cadenas, a pesar de que chocó con resistencias en el primer intento de implantarla –de la mano de Miguel Ángel Rodríguez, el asesor de comunicación de José María Aznar–, ha acabado por imponerse. La razón es doble: la calidad de las imágenes es mayor porque el partido de turno puede instalar en cada acto varias cámaras –un  mínimo de tres y un máximo de ocho– y el coste económico para las cadenas es menor.

A  éstas se les permite grabar recursos y –en el caso del PSOE, no así en el del PP– estar dentro del corralito de prensa durante el acto, con lo que pueden registrar posibles incidentes. Pero no pueden grabar la intervención del candidato y el plato cocinado que se verá en televisión –el total con las palabras seleccionadas y el mejor plano ambiental– es realizado por los especialistas de cada partido, con lo que se evita, por ejemplo, que un pinchazo en la asistencia sea la referencia del día.

Mientras, los periodistas de medios escritos y radiofónicos se ven con creciente frecuencia recluidos en salas anejas del local donde se desarrolla el acto, empujados a seguir su desarrollo por pantallas de televisión que acercan el detalle pero anulan la percepción directa de lo que está ocurriendo, la visión de conjunto y la posibilidad de cambiar el encuadre, cegando así el ojo crítico.

La oportunidad de preguntar al candidato se restringe al mínimo, cuando no prácticamente a la nada, en proporción inversamente proporcional al grado de poder que ostente. El político que está en la oposición busca al periodista, el político que está en el poder lo evita siempre que puede.
Es tiempo de campaña electoral. ¡Acción. Se rueda!

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