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"Mi marido murió por el infierno que es un campo de refugiados"

La esposa de Ali Mohammad Khoshi, el afgano por quien otros 120 acamparon en el centro de Lesbos, hasta que fascistas les atacaron el 22 de abril, denuncia que ignoraron su infarto y que ahora nadie revisa bultos en su pecho. 

Kobra Rezai, viuda de Ali Mohammad Koshi, el afgano cuya muerte desencadenó la sentada de 120 compatriotas en Lesbos del 17 al 22 de abril, dispersada por la policía tras los ataques fascistas de ese domingo contra ellos. / M.I

María iglesias

Una mujer afgana cubierta con un echarpe amarillo se acerca y da insistentes muestras de querer contar su historia. Tras buscar de nuevo al traductor de farsi, narra que su marido de 32 años, con el que llevaba cuatro casada, y tiene una hija de poco más de tres, ha muerto de una dolencia cardiaca “porque no nos escucharon en Moria, no nos atendieron, porque es un infierno”. Según Kobra Rezai, ella y Ali Mohammad Khosi con su hija Sanaz cruzaron el Egeo en dinghy el 26 de marzo de 2018.

“Tuvimos que huir de Irán porque él trabajaba sin papeles confeccionando ropa. Le arrestaron dos veces y ya trabajaba a escondida en el piso hasta que nos denunciaron los vecinos”. Como era el tercer arresto estuvo tres meses preso. “Y cuando al fin le dieron libertad provisional previa a deportarnos, pedimos prestado cuanto tenían a la familia. Vendieron todo y con 8.000 euros, pagaron el viaje Lesbos. “Íbamos a devolverlo trabajando en Europa".

El poco equipaje que traían incluía informes médicos de una cardiopatía de Ali Mohammad Khosi. “Su estado general no era malo al llegar, pero en Moria se fue agravando y avisamos”. La decisión fue alojarlos con otros dos pacientes del corazón, uno con marcapasos. Tres familias “en una tienda de campaña pequeña; padres que necesitaban descanso y niños ruidosos”. Al poco, metieron en la tienda a dos mujeres embarazadas. “Ya no cabíamos ni para sentarnos. Mi marido y yo nos turnamos para dormir”.

"Pedíamos ayuda y la Policía nos decía: Esto es lo que hay"

Uno de sus vecinos de tienda “estaba enfermo de diarrea y todos nos contagiamos. Pero además como la comida era poca, comíamos lo mordido por las ratas”. Ali Khosi seguía empeorando, “y en el dispensario oficial y en las ONG todo era decirnos: Nada, nada, está ok. Le dieron alguna pastilla para el dolor, polvos de antibiótico en una botella con agua y que bebiera”, cuenta, “pero él ya no podía ni respirar, estaba azul, la cara, las uñas y yo: Bebe, mi amor. Y él: Lo intento y no sirve. Pedíamos ayuda y la Policía nos decía: Esto es lo que hay”.

Kobra Rezai, rompe a llorar. “Decían que exagerábamos, pero sus ojeras eran cada vez más negras y empezó a toser. ¿Por qué toses?, le dije. Es la única forma de poder respirar, me contestó”. Volvieron al dispensario médico mientras él pudo caminar. Luego ni eso. Hasta la noche del martes 17 de abril. “Yo le estaba cuidando, con la niña preguntando: ¿Qué le pasa a papá? y yo notándole más y más frío y pidiendo ayuda: Ayudadnos, por favor, y nada. Al fin, Khosi colapsó y se llamó a una ambulancia. “Él ya no veía, ni hablaba. El doctor de la ambulancia me dijo: Este infarto empezó hace tres días”, narra.

“Yo soy la viuda del hombre por quien 120 compatriotas acamparon en la aplaza Safo”, anuncia. “Igual que nadie se interesó por nosotros antes, nadie hasta ahora ha preguntado ¿qué ha sido de mí y de mi hija? ¿Dónde estamos?”.

Los afganos creyeron que él iba muerto, “pero estuvo horas en coma”, explica Kobra. “Al decirle yo: No te preocupes que al fin estamos en el hospital, te van a salvar, me apretaba la mano y se le caían lágrimas”. Pero le pidieron que saliera de la UVI. “Y cuando insistí en entrar me dijeron: Ha muerto. Nada más. Ni un consuelo, ni un abrazo”, vuelve a llorar.

Según cuenta, sólo una ONG le ofreció ayuda. La tarjeta que muestra es de Efi Latsoudi, la activista de Lesvos Solidarity y el campamento de vulnerables de PIKPA que, en 2016, adelantó 3.000 de la fianza de 15.000 de los tres bomberos españoles de ProemAid.

“El hospital me metió prisa para enterrarle, pero yo insistí en repatriarlo. Dijeron que sí un viernes y el lunes, tras el ataque fascista, ¡dijeron que había sido broma! Tuvo que venir mi hermano de Alemania, con más dinero prestado para pagar su regreso. ¡Al final tengo una deuda aún mayor!”.

Lo que más preocupa, no obstante, a esta mujer ahora “es el dolor de estos bultos en mi pecho. Tengo pavor de que sea cáncer, porque yo y mi dios somos lo que queda a mi hija Sanaz. ¡Siguen sin hacernos caso! ¿Qué va a ser de mí?”, se desespera y enseña las pastillas sin las cuales es incapaz de dormir. Kobra Rezai no espera que contar su historia resuelva su problema, acelerando, por ejemplo, una cita médica: “Pero necesitaba contarlo, han roto nuestras vidas. Merece conocerse, somos humanos” y, tras despedirse, vuelve por el camino de tierra a donde otra afgana con su propia hija cuida de Sanaz, juguetona y vivaz.

Dimitri Vafeas, vicedirector Moria ante la pizarra de datos sobre internos. / M.I

Dimitri Vafeas, vicedirector Moria ante la pizarra de datos sobre internos. / M.I

Saliendo de Kara Tepe es imposible no recordar las palabras del vicedirector de Moria, Dimitri Vafeas, sobre cómo un infarto en el campamento ha sido noticia internacional. Lo extraordinario, no es el ataque cardiaco de un hombre, sino las condiciones en que esto está pasando, hace tanto tiempo, a tantos, a diario, ante la indiferencia general de los 500 millones de humanos que formamos parte del continente supuestamente más civilizado.

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