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Atracciones, espejismos y promesas

Todas las cosas pasan por la cabeza del fiber se limitan a playa, música y otros fibers

JESÚS MIGUEL MARCOS

Un fiber es, simple y llanamente, un asistente al Festival de Benicàssim. Su perfil ha ido evolucionando año tras año: del españolito indie con gafas de pasta y una camiseta de Jesus & Mary Chain de 1995, a la inglesita rubia platino disfrazada de Cleopatra que correteaba ayer por los alrededores del recinto de conciertos. La transformación del fiber medio ha sido paralela a la del FIB, que nació con un humilde pero atrevido programa en el pequeño velódromo de Benicàssim y 15 años después se ha convertido en uno de los festivales más prestigiosos del mundo. 'El pequeño Glastonbury', lo llaman.

Tres cosas pasan por la cabeza del fiber: música, playa y otros fibers (generalmente del sexo opuesto, aunque no es condición necesaria, claro). Comprobamos la hipótesis acercándonos a uno de ellos, un chavalote de pelo rizado y rubio, blancucho, pero con la piel rojo-cangrejo. Parece un pincho moruno. Dice que viene de Newcastle y que se llama, qué coincidencia, Spike Lee (lo tiene que repetir tres veces ¿Sparkle? ¿Spakland? hasta que... ¡ah, como el director!). ¿Y por qué vienes al FIB, Spike? 'Vengo a disfrutar de la calma y la tranquilidad, mirar las nubes, leer libros, pasear bajo los árboles...'. Cuando empieza a adornar su dicurso con gestos que evocan cada una de esas actividades, uno se percata de que ni se llama Spike Lee, ni probablemente sea de Newcastle. 'Que no... ¡La música, la cerveza, las chicas!', dice finalmente entre risas nuestro, ahora sí, sincero fiber.

El FIB es como una mezcla de parque de atracciones musical, pasarela de moda popular, campamento scout gamberro y carnaval espontáneo. Es muy curiosa la tendencia de los británicos a disfrazarse: desde un luchador romano ataviado con un calzoncillo dorado y una corona de laurel (y ya), hasta un imitador de Borat y su minúsculo triquini. El paisaje, como se suele decir, es colorido: miras a la multitud y parece que a alguien se le ha desparramado un bote de confeti.

En el fondo, se busca diversión. Un joven de 20 años que llega al FIB tiene que sentirse tan emocionado como uno de 10 en Disneylandia. Ya lo decía Spike: música, chicas y cerveza (como representante de las drogas legales).

Es un paraíso de 105.000 metros cuadrados y cuatro días de duración, lleno de promesas, fantasías y espejismos, tan idílico como superficialmente divertido y necesariamente evasivo. El runrún de la crisis es problema del mundo y el FIB, definitivamente, es otro mundo. A vivir, que son cuatro días.

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