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El corazón salvaje de Reunión

La isla francesa de Reunión, parte de la Unión Europea frente a las costas de Madagascar, ofrece un interior volcánico en el que se siente la fuerza de la naturaleza.

ÁNGEL M. BERMEJO

A 9.500 kilómetros de París, y frente a la costa oriental de Madagascar, la isla francesa de Reunión es un lugar propicio para romper los clichés. Aunque esté en el hemisferio sur, en el océano Índico, forma parte de la Unión Europea en su condición de departamento de ultramar francés. En realidad, un vuelo de once horas entre París y Saint Denis es un trayecto doméstico. Allí el viajero puede desayunar con baguettes y croissants, pero en cuanto salga del hotel se enfrenta a una naturaleza tropical y portentosa que le indica que emprende el descubrimiento de algo muy diferente.

A Reunión no se va a tomar el sol en la playa -para eso muchos dan el salto a la vecina Mauricio, a unos 200 km., para completar la estancia-, sino para experimentar otras sensaciones. La naturaleza exuberante de la isla, volcánica y relativamente joven, proporciona excusas suficientes para un viaje con unas ciertas dosis de acción.

En el extremo sudeste de la isla surge el Piton de la Fournaise (2.631 m.), uno de los volcanes más activos del mundo. Su última erupción ocurrió en enero de 2010. Su cono volcánico surge del interior de un gigantesco cráter. Al asomarse al mirador del Pas de Bellecombe, en el borde de este cráter, uno se enfrenta a un verdadero espectáculo de la naturaleza, un desierto mineral tan reciente que no ha sido colonizado por ningún tipo de vegetación. Es la fuerza del interior de la Tierra asomando a la superficie, lava negra bajo el brillante sol tropical. Con un estado de forma razonable es posible adentrarse en este cráter y emprender el ascenso al Piton, cuando no está en erupción, claro, lo que suele suceder cada año y medio o dos años.

Completamente diferente del Piton de la Fournaise es el Piton des Neiges (3.070 m.), el punto culminante de la isla. Es la cima de un extinto volcán que colapsó y, tras una intensa erosión, ahora está formado por tres gigantescos circos (Salazie, Mafate y Cilaos), el verdadero corazón de la Reunión. Tres cráteres de paredes verticales y sin embargo cubiertas de vegetación. Una vez dentro de cualquiera de ellos, el océano parece muy lejano. Sus mismos nombres nos recuerdan otra realidad. Si las poblaciones de la costa tienen nombres cristianos (St-Pierre, St-Paul, Ste-Suzanne), los de los circos recuerdan a los esclavos cimarrones, los que huyeron de las plantaciones de las tierras bajas y se refugiaron en estas alturas inaccesibles.

El circo de Cilaos es el de más seco y el de más fácil acceso, y de hecho en el fondo hay una pequeña ciudad. Es el único lugar de la isla en el que se cultiva la viña, un pequeño recuerdo de la lejana metrópoli. El circo de Mafate es, en cambio, el más solitario e inaccesible, el refugio de los Petits Blancs, que abandonaron la costa en el siglo XIX en busca de soledad y un pedazo de tierra que cultivar.

Para llegar al de Salazie hay que ir a la población de Saint-André y desde allí seguir el curso del río Mât. En pocos kilómetros la carretera se adentra en un desfiladero de paredes verticales cubiertas de helechos y por las que de descuelgan decenas de cascadas. El pueblo de Hell-Bourg ofrece una imagen de postal con su arquitectura criolla y su aire de alta montaña. El paisaje es asombroso, pero aún así es difícil imaginar que detrás de una de estas crestas se esconde el Trou de Fer, un pequeño circo que tiene salida por una estrechísima garganta. Las cascadas forman un espectáculo único que habrá que descubrir desde un helicóptero. Es lo más parecido a Hawaii dentro de la Unión Europea.


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