Este artículo se publicó hace 16 años.
El delta del Irrawaddy es un pantanal sin esperanza para los supervivientes
El delta del río Irrawaddy, en el suroeste de Birmania (Myanmar), es un inmenso pantanal en el que los supervivientes del ciclón Nargis se hacinan en las pocas aldeas que quedaron en pie o van de un lado a otro sin la esperanza de recibir ayuda de la Junta Militar.
La carretera que conduce al delta desde Rangún es en realidad un infernal y estrecho camino repleto de baches y jalonado de chozas derruidas, entre las que los birmanos rebuscan cualquier cosa que pueda serles de utilidad para resguardarse del sol y de la lluvia.
Otros muchos damnificados recorren kilómetros con el agua por encima de la cintura por donde fueron arrozales, tirando de cañas de bambú o de grandes hojas de palmera, para levantar con sus manos una nueva vivienda en la que cobijar a la familia.
Los árboles arrancados por el ciclón y los postes caídos de un tendido eléctrico, que por el estado de los generadores parece que fue instalado hace no mucho tiempo, entorpecen el paso de los pocos vehículos que van en uno u otro sentido.
Autocares desvencijados viajan en dirección a Rangún con gente hasta el techo, y apartan del camino a los birmanos que empujan pequeños carros de madera en los que transportan todo lo que tienen y útiles de cocina.
La del delta es una región sumida en la miseria, sin una sola fábrica ni comercio, donde la malaria y el dengue son enfermedades endémicas, y en la que sus habitantes subsistían hasta antes del ciclón de la cosecha anual de arroz o de la venta de sus reses.
Tampoco en la zona hay hospitales ni dispensarios para alojar a los heridos y a todas aquellas personas a las que la hambruna y la falta de agua potable apaga sus vidas.
En Payayi, una pequeña aldea de la que quedan menos de la mitad de las casas en pie, un reducido grupo de monjes budistas atiende bajo un chamizo y sobre esterillas tiradas en el suelo a una veintena de personas mayores y niños, unos enfermos y otros desfallecidos por el hambre y el agotamiento.
Uno de los monjes señala con su brazo en dirección a un bulto: se trata de un hombre mayor amortajado.
A lo largo del trayecto de 150 kilómetros que separan Rangún de Payapon, localidad en la que termina el camino y a partir de ahí todo es agua y fango, no se aprecia señal alguna de que la población reciba la asistencia anunciada por el Gobierno.
"Son gente muy pobre, que llevan una vida dura, muy pocos saben leer o escribir y ahora tienen mucho miedo porque no saben de qué van a vivir", explica Lwin Mg, de 41 años, maestro del pueblo de Nasingoo, mientras camina entre los escombros de la escuela.
En varios puntos del trayecto, parejas de birmanos que visten el chaleco de la Cruz Roja han montado sencillos puestos de socorro con varios palos y un plástico que hace de techo.
Las familias menos desafortunadas subsisten gracias a lo que les queda de la última cosecha de arroz, y una parte de ésta la han extendido frente a la casa con el ánimo de poder cambiar con alguien algunos kilos por otro tipo de alimentos.
"Es todo cuanto nos queda", dice con un tono de protesta un vecino de la aldea de Komu, cuya gente, como la del resto de localidades ubicadas en el delta, no va a poder sembrar arroz durante lo que queda de año porque el ciclón que golpeó la región anegó los arrozales.
En lo que fuera el cuartel de la Policía de Komu, unos veinte agentes se guarecen del sol bajo toldos de plástico, aparentemente ajenos a las inquietudes de los vecinos y al hedor que despiden los búfalos muertos que flotan sobre el agua.
Una semana después del ciclón que ha causado al menos 23.000 muertos y más de 42.000 desaparecidos, según datos oficiales, muchas familias de aldeas que los vientos huracanados borraron de la superficie, navegan en pequeñas canoas por el estuario en busca de algo de comida, agua y una nueva población que les acoja.
Tras muchas horas remando, estas familias, que forman parte del millón y medio de personas que han perdido sus hogares, llegan hambrientas, desorientadas y atemorizadas a un pueblo extraño en el que, a veces, no son bien recibidas por los lugareños, que las culpan del clima de tensión que generan el hacinamiento y la desesperación.
"Es una zona muy insegura de noche, hay muchos asaltos y robos", dice a Efe U Thet Oo, funcionario del consistorio de la localidad de Kunyangon, una de las mayores de la región y de la que únicamente quedan en pie menos de la mitad de las viviendas, casi todas hechas con cemento.
A paso firme y mirando a la gente, soldados con porras o varas en la mano y rifle al hombro patrullan desde el pasado jueves las aldeas vecinas a Kunyangon, en cuyo edificio municipal los militares han instalado su centro de operaciones.
"El Ejército ha venido para protegernos", señala este funcionario al mismo tiempo que ante el acuartelamiento se detiene un camión militar cargado de provisiones para el destacamento, y que custodian cuatro soldados armados con fusiles.
A unos cien metros del puesto, en el monasterio, varios monjes ayudados por civiles incineran en el horno a la última veintena de cadáveres, del total de 373 rescatados en la localidad y en los pueblos aledaños tras el desastre causado por el ciclón.
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