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"Todos dicen que la vida aquí es genial y no es así"

Una mañana con los obreros parados que buscan emple

S.H.

'Nadie madruga por gusto”, se queja Orlando, ecuatoriano, a las seis y cuarto de la mañana, cuando un aire gélido corta las caras del medio centenar de inmigrantes que esperan en los alrededores de Atocha (Madrid) a que llegue alguna de las furgonetas que les lleve, de manera ilegal y sin contrato, a trabajar a una obra.

Las seis, las siete, las ocho... ya son las diez de la mañana. Los hombres matan el tiempo leyendo el periódico, un subsahariano lee despacio una noticia sobre José Luis Rodríguez Zapatero, los ecuatorianos charlan sobre mujeres y uno dice que se quiere ir a buscar trabajo a Estados Unidos. “¡Allí sí que se vive bien y hay oportunidades...!”. “¡Pues vámonos ahora mismo a la embajada americana¡”, anima otro.  

En toda la mañana no ha pasado ni una furgoneta por el entorno de Atocha a recoger trabajadores. “Yo llevo viniendo tres meses y sólo me he montado en la furgoneta dos días; no hay trabajo, a ver si ahora que tenemos un presidente estable”, sentencia uno de los latinoamericanos que ha vuelto a madrugar  ese día para probar suerte.

No hay trabajo en el tajo, y eso ha hecho que los pistoleros se aprovechen y bajen a límites inhumanos lo que pagan a los inmigrantes. “Hay gente que se sube a la furgoneta y se va a la obra por cuatro euros la hora, yo eso no lo hago. Hay que tener dignidad”, dice orgulloso José Ceballos, ecuatoriano de 38 años y con papeles.

Sin mandar dinero

En uno de los corrillos, Marcelo Quiloa, boliviano de 25 años, cuenta que en España lo está pasando “malísimo”. Llegó hace un año y tres meses y tiene pocos momentos felices. “Me han echado hace poco de la empresa de la construcción en la que trabajaba”, cuenta con la cremallera de la chaqueta subida hasta el cuello. “¿Cómo voy a mandar dinero a mi familia si no estoy trabajando?”, responde al recordar que en el último mes no ha podido enviar nada a Bolivia. Marcelo, cuenta, no tiene ni para comprarse el abono transporte. “Dicen que aquí la vida es fenomenal, pero no es así, no es así. Hay que saber sobrevivir...”, musita antes de irse de la zona a buscar trabajo, andando, por algunas obras de la capital.

Marcelo, en su país, se dedicaba a pintar coches. Roberto Rodrigo, boliviano de 22 años, estudiaba Derecho, pero su familia necesitaba dinero y tuvo que dejar los estudios. Se vino a España, nunca había subido a un andamio. Hace una semana se quedó en paro y ha recurrido a buscar empleo en Atocha.

No pueden mandar dinero a sus familias y apenas pueden pagar aquí los gastos. “Cuando llega el día 20, te pones a temblar...”, cuenta Raúl Gallego, ecuatoriano de 60 años. Su jefe le despidió la semana pasada. “Me dijo, vete que está la cosa mala...”, relata Raúl. Está triste: sabe que con su edad tiene pocas  posibilidades de encontrar empleo. Ahora sólo piensa en vender sus cosas y en pedir el retorno voluntario a su país. No es el único. El tema salta de un corrillo a otro. “Quiero volver a mi país, pero no tengo dinero para el boleto de avión... Creo que si pides el retorno voluntario la embajada te lo paga”, concluye un peruano que, como el resto, se vuelve a casa sin trabajo.

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