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Elocuencia y pasión intelectual

Linda Gould Levine
Hispanista y feminista, catedrática en la Universidad Montclair de Nueva Jersey y doctora por Harvard 

Desde estas orillas de Estados Unidos que apasionaron tanto a Carlos París y Lidia Falcón, escribo unas palabras de tributo a un querido amigo cuya compañía y conversación me dieron horas y horas de placer infinito a lo largo de casi 30 años de amistad. Conversar con Carlos París era como asistir a una sesión insólita de profunda meditación filosófica y fascinante representación teatral.

Me acuerdo que una vez le pregunté por su interpretación del famoso baciyelmo cervantino. En vez de darme la respuesta canónica sobre el perspectivismo cervantino, me regaló una versión totalmente diferente basada en un recuerdo de su adolescencia. Me explicó, con todo lujo de detalles y gestos dramáticos, que en aquel entonces, había dos bandos: los que decían 'bacía no' y los que decían 'yelmo sí'. 'Bacía no, yelmo sí', decía Carlos, o más bien representaba Carlos con tanto ánimo y capacidad teatral que desde entonces cada vez que converso con mis estudiantes sobre la gran invención 'baciyélmica' de Cervantes que es nada menos que su Quijote, me viene a la mente la imagen deliciosa de Carlos París, con una sonrisa traviesa en la cara y un recuerdo tierno en el alma presentando la interpretación más original de esta dicotomía que jamás hubiera oído.

Al mismo tiempo, si cenando una noche con él y mirándole dudar un segundo ante las dos bolas de helado —vainilla y chocolate— que tenía delante, se te ocurriera, como efectivamente se le ocurrió a mi hijo Andrew, preguntarle por su vacilación, te encontrabas de repente no con una explicación animada de otros dos bandos de su adolescencia —los hipotéticos 'vainilla sí', 'chocolate no'— sino más bien con una reflexión bien pausada y filosófica sobre la dificultad de escoger entre dos posibilidades tan atrayentes. Filosofía de la vida disfrazada como filosofía del postre, diría yo. Difícil escoger, entonces, entre dos caminos igualmente dulces, por más que su querida compañera Lidia Falcón le rogara que comiera antes de que el helado se convirtiera en un charco de reflexiones filosóficas.

El profundo sentido de la condición humana, matizado con una auto ironía que nunca fallaba, era algo que Carlos llevaba adentro y que compartía en las conferencias inolvidables que dictaba a los estudiantes en mi universidad las numerosas veces que le invitamos a Montclair State. Me acuerdo que la última vez que habló, en octubre de 2012, se presentó ante una clase de estudiantes de posgrado y les dijo que era tan viejo como Matusalem, comentario que por supuesto les hizo reír. Pero luego, en una imitación brillante y muy carlosparisiana del juego cervantino de desautorización y autorización, caminó por el aula con un ánimo y vigor físico tan juveniles que de repente el conferenciante Matusalem se convirtió en versión filosófica de Rafa Nadal. Y eso solo fue el comienzo.

Brillante en su análisis de los valores éticos y heroicos de don Quijote que terminaron en el hundimiento de la supuesta utopía tecnológica actual que ha llegado a ser una fuerza de opresión, Carlos deslumbraba con su elocuencia, claridad, pasión intelectual, conocimientos vastísimos, interpretaciones tan matizadas y respeto por el público. Y si expresaba sus ideas y teorías en aulas, conferencias, congresos y sus penetrantes libros de ensayo que son su legado al pensamiento crítico español, ¡cómo sabía darles otra vuelta y transformarlas en los relatos burlones, desmitificadores e imaginativos de La máquina speculatriz que tanto me deleitaban!

Pero más allá de las palabras, estas palabras tan elocuentes y medidas que lo definían, queda el tremendo calor humano de Carlos París, su profunda preocupación por el prójimo y su sentido original y poético de la vida como aventura y la importancia de experimentarla. ¿A quién más se le ocurriría declarar después de una leve caída y con la rodilla sangrando, 'No me pasa nada. ¡Qué gran aventura esta caída!'?  Amigo querido y ser humano sin par, Carlos París, te extraño desde estas orillas y pienso que tú llevarás siempre en mi memoria el yelmo, sí, la bacía, no.

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