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Una fantasía para asesinar al dictador

El 17 de agosto d e 1988 el avión del dictador paquistaní Zia ul Haq se precipitó a tiera. No se salvó nadie

LUIS MATÍAS LÓPEZ

El 17 de agosto d e 1988 el avión del dictador paquistaní Zia ul Haq se precipitó a tierra tras dibujar erráticas maniobras en el aire. No se salvó nadie, ni el propio general que llegó al poder tras derrocar a Zulfikar Alí Bhutto, a quien hizo ahorcar, ni el embajador norteamericano, ni el jefe de los todopoderosos servicios secretos, ni un puñado de generales.

¿Accidente o atentado? Ésta es la hora en que sigue sin despejarse la incógnita, aunque ha hecho fortuna la hipótesis de que la clave reside en un cargamento de mangos en el que se alojaba una ampolla de gas nervioso que, a través de los conductos del aire acondicionado, debía matar a los pilotos. Mohammed Hanif, ex oficial de las Fuerzas Aéreas y actual director del servicio radiofónico en urdu de la BBC, utiliza aquel suceso para, en clave de farsa, trazar una metáfora feroz de los males que entonces afligieron a su país (cuando las milicias islámicas, con ayuda de Pakistán y EE UU, expulsaban al Ejército Rojo de Afganistán) y los quele corroen aún 21 años más tarde. Afganistán sigue siendo el maldito problema que arroja una sombra siniestra sobre Pakistán, que se hunde en el caos, azotada por la incapacidad de sus políticos, los excesos de sus espías, el azote del terrorismo islámico y la rampante corrupción.

Hanif publicó La explosión de los mangos que la crítica anglosajona se empeña en comparar con Trampa 22, de Joseph Heller, y que aquí acaba de publicar Salamandra poco antes del asesinato de Benazir Bhutto y de que otro dictador, Pervez Musharraf, se despeñara con estrépito, aunque sin matarse. Su dictador Zia, ridiculizado hasta el esperpento, enclaustrado por temor a un atentado, obsesionado con que el Corán le profetiza su destino personal, corroído por las lombrices y apabullado por su mujer podría ser un trasunto de Musharraf.

Con todo, lo mejor de La explosión de los mangos es el trazo de personajes y situaciones (con numerosas conspiraciones para asesinar a Zia) que, más que la carcajada provoca una sonrisa continua. Como cuando un enigmático personaje que se presenta como OBL, célebre luego por cierto ataque a dos megarrascacielos de Nueva York, acude a una recepción en la embajada norteamericana en Islamabad y cuenta un chiste: '¿Qué se pone un moro en una fiesta de disfraces? Un traje'. Precisamente, ese es el irónico disfraz de esa noche del fanático magnate saudí, que presume de que hormigoneras y excavadoras de su empresa son esenciales para el triunfo islamista en Afganistán. Con ayuda de la CIA, por supuesto. Lástima que lo peor estaba por llegar.

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