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Fuego

Un relato de Marta Sanz

MARTA SANZ

01. Pensaba que un hombre que hace fotografías para postales sería alguien que no miraría las cosas como yo. Hablo de un hombre obligado a escoger el ángulo comercial de un paisaje. Lo que, mayoritariamente, se supone que es hermoso. O atractivo. O típico. Un montón de palabras comercial, hermoso, atractivo, típico... que no tiene por qué compartir significado. El hombre debe imaginar, ver y atrapar una superficie la plancha de agua de una piscina en cuyo reverso sea lógico pertinente escribir frases que emocionan: Si estuvieras aquí, cuánto hubieras disfrutado de este amanecer; paseaba por este lugar cada tarde y me acordaba de ti; detrás de aquella arcada, en Trieste, creí ver a James Joyce que fumaba un cigarrillo... Ausencias. Alardes. Todo eso te garabateo en esta postal. Me he marchado y ahora empiezo a atisbar el sentido lábil de la expresión 'echar de menos': te echo de menos para castigarte y, a la vez, yo también me castigo.

02. Entretanto, te mando otra postal: sobre un mantel de cuadros añiles, el fresón con nata de una copa está a punto de verterse a causa del escuálido peso de la bengala y la sombrillita de adorno. Qué cómico. ¿Sabes, mi amor? Metí el dedo en la nata y me lo llevé a los labios. Después puedo escribir que, al chuparme el dedo, no se me borraba tu imagen de la cabeza. Cuando te envío una postal, también yo me esfuerzo en contarte cosas agradables. Tan perfectas que cualquier mácula las corrompería. Como ese hombre que, fotografiando el bello vericueto, no se percata de que, sobre las polvorientas calles del zoco, aún laten las tripas de un pez que alguien acaba de eviscerar. Quizá lo ha visto, pero decide alevosamente ignorarlo.

03. El hombre de las postales se esfuerza en la felicidad: el minuto más cristalino del chorro de agua; la avenida bulliciosa en ese instante solitario en el que se percibe la gama de colores del pavimento; la irisación de las luces de la lámpara de cristal que pende de la cúpula de un hotel fastuoso; primera línea de playa y palmera cuajada de dátiles; arcos de triunfo. La sonrisa del dromedario antes de que lo alquile un turista. Un hombre que se dedica a este oficio no puede congelar en la caja negra de su cámara la aproximación de las ratas al contenedor de basura, chabolas, escaleras sin ascensor, alacena de mendrugos. No puede atrapar en sus fotos la devastación del tsunami, la plaga de escarabajos. La araña de cristal que preside el lobby del hotel fastuoso se descuelga y, al caer, aplasta y corta los cuerpos de media docena de huéspedes. Es imposible que el hombre de las postales capte el segundo en el que se quiebran las patas del dromedario y la sonrisa se confunde con el máximo gesto de dolor: la premoción de su inminente sacrificio.

04. El hombre de las postales deja en el ángulo muerto: moscas que ya no liban en los ojos de los niños; moscas que vuelan en torno a la pudrición dulce de la carne de un animal enorme a punto de morir. Nosotros, amor, también nos pudrimos. Debería ser más elegante a la hora de hablar del hombre de las postales. Porque sus ojos estarán acostumbrados al brillo de las tarjetas. A sonrisas de dientes blancos. Y quizá esa sea la mayor crueldad. Porque sabes que lo otro esta ahí, aunque no quieras verlo. Sabes que la felicidad fue ayer. O que está permanentemente en otra parte. Sabes todas esas grandes y mentirosas gilipolleces que se escriben en los malos poemas y en los calendarios.

 05. Crear las tarjetas postales más hermosas de Beirut fue el trabajo de Abdallah Farah ¿Lo conoces?. Después, estalla la Guerra Civil en la primavera de 1976. Abdallah se encierra en casa. Fotografía a sus vecinos. Sale a la calle lo menos posible. No quiere ver los desconchones de los grandes hoteles del bello Beirut. No desea acumular imágenes de heridas de guerra ni de parques moribundos. El hombre de las postales y de los souvenirs, el que recoge y retoca el color más azul de las piscinas, no es un reportero. Se encierra en casa y fotografía a sus allegados. Sin embargo, sabe que lo otro está ahí porque este hombre que subió a aviones para captar panorámicas comienza a quemar sus antiguos negativos: la fachada del hotel Phoenicia Intercontinental, la del Saint Georges, la vista de Beirut con sus montañas, las armónicas y entrelazadas figuras del Centro Internacional de Esquí Acuático... Si un muro se derrumba en la calle General Weggand, ese será justo el fragmento de negativo que Farah chamusque con la llamita de su encendedor. Joana Hadjithomas y Khalil Joreige llaman al hombre de las postales 'El fotógrafo pirómano'.

 06. Desde el balcón de mi habitación de hotel, miro hacia abajo y distingo los rayos del sol sobre la plancha azul de la piscina. La felicidad es mañana. Yo, ahora, te escribo esta postal sin saber muy bien qué es lo que quieres que te cuente. Me gustaría decirte lo que quieres oír, pero no sé sobre qué fotografía puedo quemarte los ojos para no tener que ver su turbiedad ni su espesura. Sobre tu imagen perfecta depredaré el negativo. Sin intenciones mágicas. Sin vudú, proyecto sobre tu imagen y la mía sobre nuestras imágenes el daño que me infliges. Yo tampoco soy reportera. Y tengo todo el derecho de negarme a sufrir.

 07. Abdellah Farah ejerce la destrucción sobre los negativos e imita la ruina sobre la imagen feliz y troquelada: quema la quinta planta del Saint Georges porque alguien le ha contado que ese es exactamente el punto de la musculatura del hotel por el que se van desprendiendo, como brotes tronchados, los balcones. Imita la destrucción sobre una imagen. No quiere ser realista ni duplicar la muerte. No quiere retratarla. Ni atenuarla en la sucesión, en el simulacro, en las repeticiones: convertirla en eco o en mercancía. No mercadea, Abdellah con el dolor. Tampoco yo estoy ya triste. Abdellah recrea la repentina erosión de la bala sobre lo que no es más que un duplicado. Se ceba con el arte, lo emborrona lleno de amor o despreciativamente. Da un testimonio. Siente una nostalgia. Tiene un recuerdo. Pero sabe que no habrá marcha atrás. Se ensaña con las imágenes y su ensañamiento repercute en eso que es real y que, posiblemente, el fotógrafo ama mucho. Aplica la llama a un puntito del celuloide: un poro del rostro de aquella esquiadora acuática. La mancha marrón de la quemadura se va agrandando, desde el centro hacia los márgenes, como el roto de una tela. Hasta que Farah quiere.

 08. No es que una pasión muerta tenga el mismo dibujo que un campo de batalla el día después de las deflagraciones. Sólo es que no te puedo contar el desamor con las mismas palabras de siempre. La acción de Farah las quemaduras sobre el papel fotográfico nada tiene que ver con la piromanía. Ni el fuego, con el que castigo nuestras antiguas imágenes ya irrepetibles es un elemento para la purificación.

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