Mejor ponerse colorado una vez que ciento amarillo. Aunque la sabiduría popular no entiende mucho de crisis financieras sistémicas, bien pudiera ser que la solución a los problemas de la banca mundial esté encerrada en ese viejo aforismo.

La situación es tan grave que ha pasado ya la hora de las terapias templadas. Lo que haya que hacer, hay que hacerlo ya. Y si el remedio es la nacionalización de la banca (parcial, temporal o con cualquier otro adjetivo que quiera ponérsele), pues hágase de una vez por todas.

Argumentos en favor de esa opción no faltan. El primero y más contundente (y también más prosaico) es que las medidas adoptadas hasta ahora para estabilizar el sistema financiero mundial no han funcionado.

La política de rescates orquestada a nivel mundial (inyección masiva de liquidez por parte de los bancos centrales, intervenciones puntuales, compras de activos tóxicos, aportaciones de capital, etc) ha creado en la opinión pública la sensación de que se han concedido ayudas oficiales indiscriminadas para salvar instituciones que no lo merecían o, en casos extremos, para costear lujos a algunos millonarios caprichosos.

Ese es un precio ético que mal que bien hubiéramos aceptado pagar a cambio (otra vez el sentido prosaico de la vida) de que la banca recuperara su normal actividad lubricante de la economía. Pero no ha sido el caso, así que ¿por qué insistir en esta vía tan irritante como ineficaz?

La nacionalización no es en sí misma una solución deseable. Los que tenemos edad para recordar lo mal que funcionaban muchas empresas públicas en los años ochenta tendemos a pensar que el Estado no es el mejor de los gestores en ciertos ámbitos.

Pero estamos en una situación de emergencia y al menos esa opción garantiza que el dinero de los contribuyentes se usa en beneficio del interés común y no para el disfrute de particulares que erraron en sus inversiones.