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Jim Morrison atravesaría "las puertas" de la tercera edad

EFE

Si Jim Morrison no hubiera renunciado a la decadencia aquel 3 de julio de 1971 y, tal y como algunos quieren creer, siguiera vivo, este 8 de diciembre cumpliría los 65 años, la edad de la jubilación en una sociedad que, finalmente, desoyó su llamada a la revolución.

"Yo solía pensar que todo era una broma pero he conocido a algunas personas que están haciendo algo, intentando cambiar el mundo y yo quiero unirme al viaje". Estas palabras de Jim Morrison podrían atribuirse hoy a Angelina Jolie o a Madonna y alimentar la reciente tendencia del provocador rendido a la corrección política.

¿Haría sido esa la evolución natural del vocalista de "The Doors"? No anda lejos, aparentemente, de las buenas intenciones que reinan en un mundo del espectáculo marcado por el siempre dudoso compromiso social, pero "El Rey Lagarto", asaltante de tormentas y anfitrión "del otro lado", estaba hecho de otra pasta.

Su mensaje iba más lejos. "Podríamos planear un asesinato o crear una religión", decía, cuya doctrina se basaría en otro de sus eslóganes: "El odio es una emoción infravalorada". Pero su batalla era más romántica, quizá más nihilista. Nada que ver con la apología de la violencia de un Eminem o un grupo extremista.

En su vida había drogas -"en realidad, no me acuerdo de haber nacido. Debió suceder durante uno de mis 'colocones'", diría entre irónico y melancólico- que combinaban con la psicodelia de la que fue maestro y el aura de "chamán" bailarín con la que marcó escuela.

Pero este ídolo de masas con vocación poética estaba curtido en Rimbaud, Nietzsche y Mailer, veía películas de Jean Renoir y Josef Von Sternberg y lideraba un grupo inspirado en un ensayo de Aldous Huxley, "Las puertas de la percepción". Así se distinguía del hedonismo radical de unos Rolling Stones y se desmarcaba de las referencias más facilonas de un Paul McCartney.

Y, a pesar de afirmaciones más frívolas -"algunos de los peores errores de mi vida han estado relacionados con un corte de pelo", diría- resulta difícil de imaginar al cantante como una vieja glorias carne de espectáculo en Las Vegas o, más aún, carne de reality show de televisión.

Ante la duda, es mejor pensar que James Douglas Morrison (Florida, 8 de diciembre de 1943), probablemente, era un auténtico héroe romántico, un espíritu revolucionario poliédrico de los de verdad, cuya mejor suerte fue no asistir a los tiempos que corren.

De niño introspectivo, con pánico escénico y con amplio universo personal, pasó, con el estallido psicotrópico, a ser una fiera sobre el escenario. Ese hombre que se veía a sí mismo "como un hombre sensible e inteligente con un alma de payaso que siempre me obliga a dejarla salir en los momentos cruciales".

¿Sería, entonces, la muerte uno de ellos? Morrison había llegado a los últimos años de su existencia -la flor de la vida para una persona cualquiera- al camino errante de la insatisfacción. De Estados Unidos a París, de ahí a Granada en busca de la paz interior. "Esta es la vida más extraña que he vivido", decía ambiguo.

Algunos siguen pensando que sólo el mito murió en la bañera de su casa en el parisino barrio de Marais, pero el hombre no acabó allí, que "El Rey Lagarto" sólo mudó la piel. Que ese adicto a las drogas con aversión a las jeringuillas no era un juguete roto más.

"Si existe un tipo capaz de escenificar su propia muerte creando un certificado de muerte ridículo y pagando a un doctor francés, y poniendo un saco de ciento cincuenta libras dentro del ataúd y desapareciendo en alguna parte de este planeta, ese es Jim Morrison", escribirían sus biógrafos Prochniky y Riordan.

El cantante de "Light my fire" contaba con 27 años y, aunque había avisado a sus compañeros de copas de que él sería "el número tres" -tras las muertes el mismo año de Janis Joplin y Jimmi Hendrix- y a pesar de que sus hábitos seguían paso por paso el "die young" de las grandes figuras del rock de su época, fue inevitable que su muerte se rodeara de un halo de misterio.

"La gente teme la muerte más que el dolor. La vida duele mucho más que la muerte. En el momento de morir, se acaba el dolor. Sí, supongo que (la muerte) es una amiga", reflexionaba.

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