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Kenia se rebela contra la maldición de los odios tribales

El Gobierno falseó el resultado electoral y ahora intenta jugar la carta étnica contra la oposición 

ISABEL COELLO (ENVIADA ESPECIAL A NAIROBI)

Volvía a casa en un minibús cuando un grupo de jóvenes que había montado un control de carretera golpeó el vehículo con una piedra. El vehículo volcó. Los jóvenes comenzaron a atacarnos. Mataron al copiloto a machetazos. A mí me golpearon en el tobillo con un machete, y en la cabeza con una piedra. Perdí el conocimiento'.

Bernard Murangi, de 40 años, sigue recuperándose en el hospital de Eldoret, en el oeste de Kenia, del ataque que sufrió hace dos semanas, en las horas que siguieron a la proclamación de los resultados de las elecciones presidenciales del 27 de diciembre. Murangi es kikuyu, el grupo étnico más numeroso de Kenia y el mismo al que pertenece el presidente, Mwai Kibaki, vencedor de unos comicios fraudulentos.

'Nos atacan por ser kikuyu, por haber votado a Kibaki. Son grupos de gente joven, bien organizada. Dicen que les pagan 200 chelines (2 euros) por herir a alguien y 500 (5 euros) por quemar una casa', continúa Murangi, que admite no saber dónde está su familia. 'Me robaron el móvil, no puedo localizarlos', dice mientras se toca las cicatrices de la cabeza.

No son los diputados y ministros kenianos, que cobran entre 5.000 y 8.000 euros al mes, los que se han visto afectados por la ola de violencia que ha envuelto al país, cuyo saldo supera ya los 600 muertos y los 250.000 desplazados. Son los más pobres, los habitantes de las barriadas de chabolas o gente como Murangi -que gana en un buen día 10 euros vendiendo ropa- los que están viendo sus casas quemadas, su forma de vida destruida y, en el peor de los casos, sus seres queridos asesinados.

Correr con lo puesto

En el campo de desplazados de Eldoret, se apilan más de 50.000 personas. Margaret Njeri, maestra de 34 años y madre de una niña, vigila la cocción de unas judías junto a la tienda de plástico en la que ahora vive. 'Yo sólo fui a votar. Ejercí mi derecho. Yo no conté los votos. No tergiversé ningún resultado. Y, sin embargo, aquí estoy, viviendo con mi familia en un campo de desplazados. Esperando que me den comida en lugar de estar trabajando y aportando al crecimiento de este país'. La frustración de Margaret es infinita. Ella y su familia lo han perdido todo.

La mañana después del anuncio del resultado electoral, Margaret vio a un grupo de gente que se acercaba a su casa armado con pangas, el machete típico que se usa en el campo. 'Salimos corriendo con lo puesto mientras quemaban nuestra casa. Nos escondimos durante dos días cerca de un río.

Después, logramos llegar a una comisaría y, de ahí, nos han traído aquí'.
Margaret también es kikuyu, el grupo hacia el que se ha dirigido gran parte de la violencia postelectoral. Pero ésta también ha afectado a otros grupos étnicos. En el mismo campo, se ha refugiado Teby Dolcus, de 22 años y del grupo luo, al que pertenece el líder de la oposición, Raila Odinga. 'Los kikuyu quemaron nuestras casas. Es la primera vez que soy una refugiada en mi propio país'.

¿Pero de qué país hablamos? ¿De Kenia?

Destino de idílicos safaris, Kenia ha sido siempre un país estable, una nación que no ha vivido una guerra desde la independencia en 1963, a diferencia de los cercanos Sudán, Somalia, Ruanda y Congo. En Kenia, hay una sede de la ONU y la base de las ONG y agencias que asisten a los países en guerra. Kenia acoge refugiados somalíes y sudaneses, no los produce.

La quema de iglesias con refugiados dentro es una escena propia del genocidio ruandés de 1994, no de las afueras de Eldoret, donde el pasado 1 de enero perecieron abrasados en una parroquia más de 30 kikuyus, incluidos muchos niños. ¿Qué ha pasado?

Quienes conocen bien la realidad keniana advierten contra la fácil simplificación de la crisis como un capítulo más en la historia de odios tribales africanos y sus consiguientes brotes de violencia irracional. La explicación, dicen, es más compleja. 'La situación de Kenia está más cercana a la de la Ucrania postsoviética que a la de Ruanda', según Gérard Prunier, autor de uno de los libros más conocidos sobre el
genocidio ruandés.

'El factor étnico no es la causa de los problemas políticos en África, pero sí los amplifica. En la Kenia de 2008, los kikuyu han venido a simbolizar todo lo que no funciona en el Estado poscolonial', añade Prunier.

Maina Kiai, director de la Comisión de Derechos Humanos de Kenia, afirma que el problema 'no es étnico, sino político. Podemos hablar de una crisis política con tintes étnicos que está revelando algunos de las fracturas de nuestra sociedad ignoradas hasta ahora por los gobernantes', explica Kiai a Público. 'El Gobierno ha confundido la calma con la paz y no ha entrado a resolver cuestiones candentes como el reparto de la tierra o la marginación'.

Hace tres años, el diario keniano The Standard publicó un reportaje que mostraba que los tres presidentes que Kenia ha tenido desde la independencia se encontraban entre los mayores propietarios de tierras del país. La familia de Jomo Kenyatta (kikuyu) posee terrenos que suman 2.025 kilómetros cuadrados. Le sigue la familia de Daniel Arap Moi (kalenjin), con 464 kilómetros cuadrados en propiedades, y después está la del actual presidente Kibaki (kikuyu), con 128 kilómetros cuadrados.

El artículo es un buen ejemplo de lo que significa ejercer el poder en el país que en 2002 figuraba en el sexto puesto de los países más corruptos del mundo: riqueza para quienes están en posiciones de poder y sus amigos, marginación para el resto. Contra los kikuyu, hay resentimiento porque se considera que se beneficiaron de préstamos gubernamentales para adquirir la tierra que dejaron los blancos cuando abandonaron el país tras la independencia.

En un país eminentemente agrícola, la tierra es fundamental. Y aún más si se tiene en cuenta que la población se ha doblado desde entonces. No hay tierra para todos.

Desigualdad

En Kenia, más de la mitad de la población vive con menos de un dólar al día. En Nairobi, más del 60% de la población vive en chabolas. El informe Hechos y datos sobre la desigualdad en Kenia, publicado en 2004 por la Sociedad para el Desarrollo Internacional, afirmaba que el país es el décimo más desigual en el mundo. En Kenia, los más ricos ganan 56 veces más que los más pobres y el 10% más rico del país controla el 42% de la riqueza, mientras que el 10% más pobre del país sólo posee el 0,76%.

Contra ese estado de cosas votó la población. En 2002, para echar del poder al partido de Arap Moi, votó por Mwai Kibaki, de 77 años, que había reunido en una coalición a toda la oposición y a todos los grupos étnicos, incluido su hoy rival Odinga.

'Todos las etnias se unieron. Fue como un sueño', recuerda Mutahi Ngunyi, de 44 años, que participó en el diseño de la estrategia electoral. 'Pero una vez en el poder, Kibaki se lo dio a sus amigos y perpetuó la desigualdad. La gente no le ha perdonado por eso', añade. La economía creció hasta el 6% y la libertad de prensa aumentó, pero la corrupción siguió siendo alta, se olvidaron las promesas de reformar la Constitución para eliminar la figura del presidente omnipotente, y los problemas de los pobres y los jóvenes desempleados siguieron sin resolverse.

El viejo sistema corrupto

Para Ngunyi, la crisis actual 'tiene mucho de generacional. Es el viejo sistema corrupto contra gente más joven que además quiere hacer política de otra manera', opina. Kibaki acabó recibiendo en campaña el apoyo de Arap Moi y de Uhuru, el hijo de Jomo Kenyatta. Ahí estaban, las tres generaciones de presidentes representadas.

Kiai, de la Comisión de Derechos Humanos, afirma que 'el robo del voto ha atacado al corazón de la confianza en las instituciones'. ¿Cómo fiarse de la Justicia si todos los jueces son nombrados por el presidente?  

'Para entender esta rabia -explica- hay que tener en cuenta que en las elecciones de 2002 y en el referéndum sobre la Constitución de 2005, la gente vio que votar era útil, que su voz era respetada. Antes que recurrir a la violencia, han esperado a las elecciones para expulsar a los políticos que creen que les han fallado. Ahora se sienten engañados'.

En realidad, no es la primera vez que el odio étnico es azuzado por los políticos. 'En 1992 y 1997, Arap Moi instigó enfrentamientos entre etnias y causó el desplazamiento de kikuyus para evitar que pudieran votar a la oposición', apunta Ken Wafula, del Centro de Derechos Humanos de Eldoret.

Pero algo ha cambiado en 2008. Por la magnitud de la crisis, porque Kenia es el pilar de estabilidad del este africano, el gran aliado de Occidente en la lucha contra el terrorismo. Hoy, Kenia importa más y los países europeos que acaban de comprometerse en la Cumbre de Lisboa con la democracia en África no pueden mirar para otro lado.

De momento, Europa ha pedido diálogo político entre el Gobierno y la oposición. Y el Parlamento Europeo ha recomendado que se congele la ayuda al presupuesto de Kenia si la crisis no se resuelve. En Kenia, la violencia se ha trasladado de las zonas rurales -vacías de gente a la que atacar- a las ciudades, donde se acusa a la Policía de reprimir con fuego real las protestas callejeras.

'Creen que nos silencian. Actúan como en un Estado policial. Pero no nos detendrán', señala a Público el opositor Najib Balala. 'No vamos a aceptar que se juzgue a Kenia como una nación por debajo de los estándares del resto. No aceptaremos que, una vez más, el mundo se encoja de hombros y diga resignado: así es África'. 

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