Este artículo se publicó hace 13 años.
Ni manirrotos, ni insolidarios, ni irresponsables
Escuchando a sus patrocinadores parece que quienes se han opuesto a convertir la estabilidad presupuestaria en principio constitucional son descerebrados que argumentan memeces para oponerse a una medida sensata y responsable, adoptada con la audacia y la resolución necesarias.
Los argumentos de la oposición a esa medida se centran en cuatro cuestiones mayores, a las que no se responde: el carácter ideológico de la reforma (porque lleva la ideología neoliberal a la Constitución); su ineficacia práctica para los fines con los que se justifica (porque no inhibe la especulación con la deuda pública española en los mercados financieros); su inaceptable motivación política (porque responde a las imposiciones de Merkel y la derecha europea más conservadora) y la forma en que se ha diseñado y aprobado como reforma constitucional (porque se ha perpetrado sin debate social previo, mediante un acuerdo tramado por teléfono entre dos líderes inspirados por der Heilige Geist, sin siquiera la participación de sus propios partidos, soslayando la consulta a la población y con la oposición de todas las demás fuerzas políticas).
A nada de esto se responde convincentemente; en lugar de ello se descalifica a quienes se oponen a la reforma: manirrotos partidarios de gastar sin tino; insolidarios con las generaciones venideras; irresponsables que ignoran la gravedad de la situación. Y se ofrecen lecciones de parvulario sobre las virtudes del ahorro, la hormiguita y la cigarra, o la necesidad de no gastar más de lo que se gana y no consumir más de lo que se produce. No es cierto que quienes se oponen a la reforma imaginen que se puede gastar y consumir sin límites. Es obvio que un equilibrio es necesario. Pero, mientras la economía esté sometida a ciclos en los que se suceden fases expansivas y depresivas, son indispensables políticas económicas anticíclicas, en las que se alternen déficits y superávits de las cuentas públicas. El equilibrio es benéfico a largo plazo; a corto plazo tiene efectos procíclicos y agrava los problemas.
Tampoco los críticos de la medida son insolidarios con las generaciones venideras. Es falso que la estabilidad presupuestaria respete el principio de solidaridad intergeneracional. Al impedir la financiación con deuda pública de las inversiones infraestructurales se carga sobre la generación actual el coste íntegro de obras de las que disfrutarán las generaciones siguientes. Si hoy hacemos grandes inversiones para ampliar la red ferroviaria, o los aeropuertos o la red de hospitales, lo lógico es que el coste no se asuma íntegramente con los recursos del año en que se realizan las obras, sino que se reparta entre los años durante los que esas infraestructuras estarán prestando servicios o rindiendo beneficios. Es lógico que los españoles de 2020 cofinancien, en alguna parte, las obras de las que van a beneficiarse, del mismo modo que la generación actual está pagando intereses o amortizando deudas que se contrajeron hace años para realizar las redes de comunicaciones o los hospitales de los que ahora disponemos. Si no fuera así, nunca podríamos disfrutar de ellos o se demorarían por muchos años. En eso consiste también la solidaridad intergeneracional.
Precisamente, lo que primero bloquea la reforma son los déficits y las deudas contraídas en inversiones públicas. Con el límite del 0,4% de déficit estructural no podrían financiarse grandes infraestructuras, salvo que la economía estuviera creciendo a ritmos muy elevados que no es posible esperar y que, en todo caso, serán excepcionales (y que la falta de esas inversiones hará más improbables, porque para crecer hace falta invertir…).
Lo que es peor aún, una limitación tan estricta del déficit obligará a repercutir inmediatamente las dificultades económicas coyunturales sobre los servicios públicos, recortando prestaciones tan esenciales como la enseñanza y la sanidad públicas, las ayudas a las personas dependientes, los programas de vivienda pública, etcétera.
Se llama la atención sobre el déficit del Estado y la deuda pública, como si en ellos estuviera la clave de nuestras desventuras económicas. Pero nuestros déficits anuales, desde que entramos en el euro, antes de que la crisis mundial nos hiciera caer en recesión, eran muy reducidos, cuando no había superávit. Y la deuda pública española, mucho más reducida que la media europea y que la de Alemania, Francia, Italia o Reino Unido; y, aún hoy, sigue siéndolo. El problema es una política monetaria y fiscal contradictoria con el sistema de moneda única que hemos adoptado, que no corresponde a sus necesidades y conduce a irresolubles crisis de deuda pública en los países más débiles, beneficiando en cambio a los hegemónicos. Las deudas de los primeros quedan al albur de la especulación en los mercados financieros, sin que los bancos centrales puedan evitarlo, lo que no deja otra alternativa a esos países que pagar intereses usurarios, cada vez más altos hasta llegar a hacerse inasumibles, como está sucediendo en el caso de Grecia. Otros países, como Alemania (o EEUU, fuera de la UE) se benefician indirectamente de ello pagando por su deuda, cualquiera que sea su magnitud, intereses mínimos. El sistema, en la práctica, deja el control en manos de los grandes capitales financieros y les induce a la especulación.
Para que una estabilidad presupuestaria estricta de los países del euro tenga sentido y no dañe a la población sería condición necesaria una política monetaria y fiscal europea que desempeñe para todos los países de la unión los papeles que ya no puede desempeñar cada país independientemente. Es decir, una política económica europea progresista, anticíclica y de crecimiento equilibrado, lo que supone un banco central que asuma su papel en ello y una deuda pública europea. Sin esto, la limitación del déficit público que se pretende imponer a los países sólo se traducirá –en el futuro, igual que ahora– en depresión prolongada y pérdidas de derechos y servicios básicos para los ciudadanos. Mientras lo soportemos.
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