Este artículo se publicó hace 15 años.
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Quizás estaba yendo demasiado lejos...
Quizás estaba yendo demasiado lejos.
Al verse reflejado en el espejo retrovisor del automóvil le pareció que su rostro exteriorizaba justamente ese pensamiento. Así que giró la cabeza y trató de concentrarse en el paisaje. La carretera se abría paso por un conjunto de colinas chatas, casi sin vegetación, con la tierra de un color amarillento. Viajaba incómodo, en el asiento trasero, apretado entre dos cuarentonas que vestían en tonos chillones. Un perfume empalagoso impregnaba el aire. El aroma provenía de la mujer que tenía a la izquierda. Se volvió, como pudo, hacia la derecha. En ese lado, una regordeta teñida de rubio y llena de collares y pulseras no dejaba de hablar en voz muy alta.
Se paseaba por las iglesias de su ciudad, recopilando información sobre las bodas que iban a celebrarseNi se os ocurra abrir las ventanas decía la mujer de las pulseras ahora que se veían obligados a frenar. Los vehículos que iban por delante se habían detenido, prefiero morir ahogada que achicharrada.
A pesar del aire acondicionado, notaba las ropas pegajosas.
La señora que estaba a su izquierda también sudaba. Unas manchas de humedad oscurecían la tela de su vestido bermellón. Pensó en poner cualquier excusa y huir, pero no sabía bien dónde estaban. El automóvil se había parado en medio de la nada. Desde el borde de la carretera se veían las dunas de un arenal y, más allá, el horizonte, como una promesa de libertad teñida de líneas blancas.
Llevaba más de un año haciendo lo mismo.
Se paseaba por las iglesias de su ciudad, recopilando información sobre las bodas que iban a celebrarse. En la fecha señalada, se presentaba como un invitado más y participaba en los festejos de gorra. Había leído en alguna parte que, durante la posguerra, ciertos vividores se habían especializado en hacer lo mismo. Pero aquellos aprovechados de entonces iban detrás de la comida y de la bebida, mientras que sus motivos eran bien distintos.
Odiaba estar solo, necesitaba amar.
Y lo había probado todo.
Las agencias matrimoniales, los portales de contactos en la red, el vagar interminable por los bares de los fines de semana. Al final pensó que las bodas y los bautizos representaban una oportunidad única para echarse novia. Tras preguntar a cuantos frecuentaba, se había dado cuenta de que muchos de ellos habían conocido a sus parejas en algún festejo familiar. Era como si la envidia, o el alcohol, o la algarabía propia de esa clase de eventos predispusieran a los convidados a mostrarse más abiertos.
Podría ser yo mismo, se había dicho en la iglesia.
Había vislumbrado entre la multitud al tipo que se casaba. Un hombre de su misma estatura, de una edad parecida, incluso con un corte de pelo que era semejante al suyo.
A saber qué se le habrá ocurrido ahora dijo la mujer de su izquierda.
Esta vez, como las anteriores, al terminar la ceremonia se había hecho el despistado para meterse dentro de uno de los coches. Pero en esta ocasión el trayecto se estaba alargando más de la cuenta. Ya llevaban más de una hora y media dentro del automóvil, recorriendo una carretera desierta que se extendía a lo largo de la costa.
¿Y usted de quién es? le preguntó la mujer de las pulseras clavándole un codo en las costillas.
De la novia mintió, con la vista fija en la ventana.
La señora lo contempló con cierta desconfianza, e iba a añadir algo más cuando un alboroto desvió su atención. Los ocupantes de los automóviles que iban por delante estaban abriendo las portezuelas y se agrupaban en el arcén. A continuación, los coches comenzaron a maniobrar para aparcar al borde de la carretera.
Una mujer vestida de blanco corrió hacia la playa y varias personas la siguieron.
Supongo que no debería soltarlo estando usted aquí dijo la mujer de las pulseras mirándolo de reojo, pero no aguanto más. Ya teníamos bastante con el viajecito y ahora esto. Seguro que es otra de sus ocurrencias. Lo que es yo, no estoy dispuesta a salir del coche. De verdad que no tengo ni idea de lo que ve Carlos en ella.
No sé a quién se refiere replicó él, observando a la mujer de blanco que corría por la orilla. El grupo que la perseguía había empezado a despojarse de sus ropas.
A quién va a ser. Usted sabrá mejor que yo lo que tiene esa chica en la cabeza. Yo casi no la conozco de nada. Soy la hermana del novio.
No replicó.
Alguien había abierto la portezuela y una ráfaga de viento cálido le torció la corbata. Tenía que salir de allí. Balbuceó una excusa y pasó como pudo por encima de la mujer de las pulseras. Notó el asfalto ardiente bajo la suela de sus zapatos. La mayoría de los coches se había vaciado y un grupo cada vez más numeroso avanzaba hacia la playa. Mientras se descalzaba, descubrió prendas íntimas esparcidas por la arena. Muchos invitados ya se habían desprendido de sus vestimentas y trotaban, dando alaridos, hacia las olas.
Le pareció una gran idea.
Se quitó el traje, la corbata, la camisa, los calcetines, los calzoncillos.
Cuando llegó a la orilla, observó que la mayor parte de la gente estaba fuera de sí. Chillaban de gozo, chapoteando en el agua. Solamente unos pocos se habían quedado en la carretera. Sus vestidos de fiesta tremolaban a lo lejos como banderas de colores.
Se metió en el agua.
Empezó a gritar y a salpicar, como los otros. Se sentía hermanado en su desnudez. Agradeció la frialdad del océano. Al absorber la sal de la brisa, notó que se embriagaba.
De pronto, todo se le volvió familiar, como si ya lo hubiese vivido.
La marea, los chillidos, el viento.
Le sobrecogió la rara impresión de que reconocía a los que lo rodeaban, al igual que si en una época remota hubiera pertenecido a esas gentes y a ese ritual y a ese paraje. Su eterna sensación de soledad empezó a desvanecerse. Ahora, justo en ese instante, supo que no era sino uno más entre los miembros de un clan primitivo. Una tribu que celebraba el mar y el sol y la alegría de estar vivos.
Se volvió en derredor, como buscando.
Entonces la vio, a su lado.
Una joven con el pelo largo, los pechos firmes y una sonrisa radiante. Su piel destellaba bajo el resplandor del mediodía. Giraba y giraba, con los brazos abiertos y el agua por la cintura, dejando que las olas se estrellasen contra la belleza de su cuerpo.
Se acercó a ella.
La joven echó la cabeza hacia atrás y alzó los brazos al cielo. Soltó un grito de júbilo. Él la agarró por detrás y bailaron, unos instantes, entre las olas. El mar estaba revuelto. La espuma emborronaba las imágenes, transformando el encuentro en algo difusamente húmedo. Al absorber la fragancia de la mujer, dentro de él vibró una extraña certeza. Una verdad primigenia, ajena al espacio y al tiempo. La sensación de que aquella hembra era suya, de que era suya de una manera salvaje, brutal, como entre los animales en celo. Su sexo se irguió, golpeando las nalgas de la mujer.
Una sola palabra lo sacó de su ensueño.
¿Carlos? susurró la joven dándose la vuelta.
Luego la mujer repitió la misma palabra, ahora convertida en grito.
Carlos.
Él trastabilló hacia atrás, mientras veía cómo el grupo se le aproximaba. Vislumbró los rostros desfigurados por la ira, el reflejo del odio en los músculos tensos. El más cercano a él avanzaba a empellones, con los dientes apretados, agitando los puños por encima del oleaje.
Era de su misma estatura, con un corte de pelo similar al suyo.
Podría haber sido él mismo.
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