Mahmud Ahmadineyad afronta muchos frentes abiertos en sus próximos cuatro años como presidente. Y lo tendrá que hacer en ese periodo, ya que la Constitución iraní sólo permite presentarse una vez a la reelección de manera consecutiva.

En primer lugar, intentará controlar la revuelta de los reformistas y lograr de alguna manera dar legitimidad a los resultados electorales dentro y fuera de Irán.

En política exterior, mantendrá su desafío a la comunidad internacional de desarrollar un programa nuclear sin inspecciones, aunque sigue proclamando que sus fines son sólo pacíficos. Esto podría provocar más sanciones económicas y diplomáticas contra Irán. Del desarrollo de este programa unido a sus declaraciones beligerantes hacia Israel, dependerá en buena parte la estabilidad regional.

Con toda seguridad, el presidente iraní seguirá apoyando a los principales enemigos de Israel, la milicia chií de Hizbolá en Líbano, para lo que necesita de la colaboración siria, y a Hamás en Gaza.

Queda por ver qué papel tomará Irán cuando las tropas estadounidenses se retiren del vecino Irak. Ahmadineyad ha repetido que no piensa interferir en los asuntos internos iraquíes, pero no está tan claro que se quede de brazos cruzados si resurge la violencia sectaria entre sus hermanos chiíes y sus tradicionales enemigos suníes.

Además de lograr la paz política y social tras su polémica reelección, deberá afrontar el problema que más preocupaba a los iraníes antes de las elecciones: la economía. Con un paro, una inflación y un déficit público galopantes, Ahmadineyad buscará la cuadratura del círculo para mantener sus subsidios y ayudas directas para los más necesitados sin los ingresos por petróleo de los años anteriores.

En los derechos humanos, no se esperan grandes cambios. Irán ejecutó en 2008 a 346 personas, una cifra sólo superada por China con sus más de 1.700 ejecuciones. La ampliación de derechos para las mujeres no es tampoco una de sus prioridades.