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Paso del Estrecho con olor a gasóleo

En Algeciras comienzan y acaban muchos viajes

ANA REQUENA

Aquí empiezo, en Algeciras. Donde comienzan muchos viajes y acaban otros tantos. Un lugar de paso al que me acerco para ver el trasiego de ida y vuelta por el estrecho.

Poco después de llegar veo el puerto, enorme y con unos bichos gigantes y azules que no sé muy bien para qué sirven y que se me parecen a arañas enormes con patas largas. Coches y camiones entran y salen sin parar. En estas fechas el tráfico de la operación paso del estrecho es ya más de regreso.

Mustafá, que trabaja en una de las tiendas que están enfrente del puerto, me habla de la cantidad de gente que pasa por aquí para pasar las vacaciones en su país. La mayoría, dice, ya están de vuelta. Muchos aparcan sus coches a la salida del puerto para hacer un descanso.

Precisamente allí, en uno de los aparcamientos que están justo a la entrada (o a la salida, según se mire) del puerto, me fijo en Aadab, que está de pie, esperando al lado de un coche cargado hasta los topes. No habla español ni inglés, así que me pongo a chapurrear en árabe y nos vamos entendiendo. Aadab resulta encantadora. Es magrebí y acaban de cruzar el estrecho después de pasar las vacaciones en Marruecos, ella, su marido y sus hijos.

Llevan ocho años en Bélgica y ahora les quedan un par de días de viaje por delante hasta llegar a casa. Me dice que dormirán donde puedan, párkings y áreas de descanso sobre todo.

Mientras hablamos sus hijos corretean por allí. Bilaal, que tiene tres añitos, se mea de risa cada vez que le miro y Salma, de siete, es algo más seria. Ella y su madre llevan manos y pies llenos de dibujos hechos con henna. En su pequeña ciudad a unos 900 kilómentros de Rabat les hicieron un buen recibimiento.

De repente me fijo en que dentro del coche hay otro niño, un bebé que duerme a pierna a suelta entre el equipaje. El marido de Aadab vuelve al coche, parece que todo está preparado para seguir el viaje. A Bilaal y a mí nos cuesta despedirnos, me parto de risa con él y él conmigo.

Pienso en los que tienen menos suerte. En los que no llegan en coche, en los que se quedan en el estrecho. Detrás de unas tapias blancas está el cementerio. Hay silencio y gatos. Y también una gaviota enorme (o quizá es que no estoy acostumbrada a verlas de cerca) que descansa encima de una tapia. Busco sus tumbas, las de los desconocidos que murieron en el intento.

De vez en cuando aparecen nichos tapados con cemento y escrita encima una 'D' o la palabra 'desconocido'. Debajo, unos números a los que no encuentro significado y una fecha. Diecisiete de octubre de 2008. Doce de febrero de 2007. Apenas puedo hacer alguna foto porque todos los desconocidos están en los nichos más altos. Sin flores, sin seres queridos que vengan a hablarles. Y nosotros les llamamos ilegales.

En la playa, veo los barcos y ferrys que se acercan lentamente a tierra firme. Enfrente, el peñón de Gibraltar. Hoy no ha llegado ninguna patera aquí. Oteando el mar me cuesta pensar cómo consiguen cruzarlo. Horas antes, Mustafá ya me habló de ese impulso llamado desesperación que empuja las pateras.

'Vine como todos, para vivir bien', murmulla mientras baja la mirada. El rostro alegre con el que antes hablaba se ha ensombrecido. 'Hay que dar de comer a la familia', dice.

De vuelta de la playa, comparto el taxi con dos señoras que hacen que se me quite la trascendencia y me salga sonrisa. No puedo preguntarles muchas cosas porque están enzarzadas en una conversación sobre la tortilla de patatas con o sin cebolla y las únicas preguntas me las hacen ellas a mí, que para eso se me nota que soy de fuera. Después de diez minutos, me dejan en mi destino y ellas siguen al suyo. Que tengaz zuete, hija.

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