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La política del escándalo

El PP combate su descrédito minando la reputación de sus adversarios

 

GONZALO LOPEZ ALBA

En la mañana del 8 de febrero, durante los habituales maitines de los lunes en la Moncloa, José Antonio Alonso describió con toda crudeza la situación por la que, en aquellas fechas, atravesaba el Gobierno: 'No podemos seguir con esta sangría. Si no recuperamos la iniciativa, nos vamos al garete'.

José Luis Rodríguez Zapatero llevaba varias semanas encadenando un rosario de traspiés que culminaron en la llamada semana negra, cuando los psicópatas de la especulación se lanzaron al zarandeo de la solvencia internacional de la economía española. El diagnóstico del portavoz parlamentario del PSOE obtuvo el respaldo inmediato del vicepresidente Manuel Chaves y se tradujo en el visto bueno para que Alonso abriera una ronda de conversaciones con los grupos parlamentarios aprovechando que CiU había relanzado la idea de un pacto de Estado contra la crisis. Pero el presidente, tras rumiar el planteamiento de su amigo desde la infancia, decidió darle más vuelo con la oferta en sede parlamentaria del pacto de Zurbano, cuyos resultados serán sometidos el martes a la aprobación del Congreso.

La derecha hace un revoltijo con la Gürtel, Garzón, Bono y Rubalcaba

Desde entonces, el Gobierno recuperó el control de la agenda política y mejoró su valoración ciudadana, mientras que el PP, atrapado en las arenas movedizas de la trama Gürtel, apostaba por la confusión al regatear su apoyo a unas medidas que, en algún caso, eran de su paternidad.

Ante el fracaso de esta estrategia de la confusión y el levantamiento del secreto del sumario de la Gürtel, el PP ha dado un salto hasta 'la política del escándalo', de la que la semana ha sido pródiga en ejemplos. La política del escándalo es inseparable de la política mediática o del espectáculo, que es la característica de nuestro contexto histórico, siendo la difamación 'su arma más potente' al sustentarse el liderazgo en 'la personalización', según explica en Comunicación y Poder (Alianza Editorial, 2009) Manuel Castells, bautizado en Financial Times como 'el McLuhan de nuestro tiempo'. Los escándalos, según la definición que Castells recoge de John B. Thompson, son 'batallas por el poder simbólico en las que están en juego la reputación y la confianza' (El escándalo político, Paidós, 2001). Es decir, son formas de socavar el crédito del adversario.

El Gobierno logró recuperar el control de la agenda con el pacto de Zurbano

Un caso de manual de la política del escándalo fue la forma en que la derecha logró en 1996 la caída de Felipe González. Y abundan los indicios de que, verificado en las urnas el éxito de aquella estrategia, los herederos de José María Aznar intentan repetir el ensayo, aunque ahora forzados por las circunstancias adversas como instrumento de defensa. No deja de resultar llamativo que el intento coincida con el regreso a la escena de Francisco Álvarez-Cascos, uno de los artífices de aquella operación.

En el análisis de dirigentes del PP que vivieron desde la barrera aquellaépoca, la derrota de Felipe González se produjo por el agregado de corrupción más paro. Ahora, el paro es el tigre desbocado que intenta cabalgar Zapatero, pero a la derecha le falla el segundo ingrediente. Aplicando la máxima de que la mejor defensa es un buen ataque, mientras arrastran los pies por la ciénaga de Gürtel, los miembros de la dirección del PP intenta distraer la atención de los negocios de la familia de Don Vito Correa haciendo un revoltijo con el patrimonio de José Bono, las querellas contra el juez Baltasar Garzón y 'la camarillapolicial' de Alfredo Pérez Rubalcaba. La operación se fundamenta en que, como señala Castells, existen diversos estudios que indican que 'las personas tienden a creer lo que quieren creer' y 'filtran la información para adaptarla a sus juicios previos', de modo que aventar escándalos ajenos contribuye a mantener apiñada a la clientela propia y puede formatear la opinión del electorado independiente.

En la dirección del PP, según reconocen en privado algunos de sus miembros, existe un pacto de hierro para levantar una barricada de silencio frente a la Gürtel, de modo que sus dirigentes se enfrentan al dilema del prisionero: quién hace el agujero para huir de la celda, quién asoma primero la cabeza y a quién coge la policía. Es decir: quién rompe la omertá, quién exige públicamente que se laven los trapos sucios y quién expone su cabeza a la guillotina del aparato. A sus cuadros y militantes les gustaría que Mariano Rajoy hiciera algo, diera alguna muestra de autoridad, pero a la vista de los últimos resultados electorales Galicia, Euskadi, Parlamento Europeo nadie se atreve a pedírselo. Es la ley de los resultados.

Lo malo para el PP es que, por poner un ejemplo, a finales de 2009 el Partido Conservador aventajaba en 17 puntos a los laboristas en Gran Bretaña y hoy nadie se atreve a descartar que Gordon Brown repita como primer ministro. Lo malo para todos es que, aunque 'los efectos de la política del escándalo en los resultados políticos son en gran medida inciertos', está probado que 'la asociación de los políticos con conductas escandalosas contribuye a la desafección de los ciudadanos hacia las instituciones y la clase política, lo que provoca una crisis mundial de legitimidad política' (Manuel Castells, op. cit.).

La mascletà de la política del escándalo coadyuva a silenciar escándalos como que sea el líder de la oposición quien anuncie la fecha de la votación por el Tribunal Constitucional del recurso contra el Estatut y que, fracasado el quinto intento de articular una mayoría, se encargue la ponencia a un señor que no sólo representa a la minoría ideológica del país, sino que vive de okupa desde hace dos años. De continuar esta sangría, serán las instituciones las que acaben yéndose al garete.

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