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Quiero algo de Ayala

ENRIQUETA ANTOLÍN

Aceptó su vida tal como fue. La asumió. No se torturó dándole vueltas. Vivió al día y cada día se interesó por el mañana. Ese era su secreto y así me lo dijo una de aquellas tardes que pasamos juntos, los dos hablando y yo grabando las conversaciones que nos servirían para el libro del que fuimos autores los dos, aunque lo escribiera yo. 'Suele especularse diciéndose uno mismo: la experiencia me permitiría llevar una vida distinta, mejor. Pero no. La experiencia es irreversible, por tanto sería volver a empezar de nuevo', me decía. Yo pensaba en su vida rota en plena y joven madurez. En los más cercanos de los suyos fusilados, perdidos y rotos, en su exilio forzoso y sin horizonte, en la nada terrible en que la dictadura quiso sin éxito convertir su vida. Y me rebelaba, me empeñaba en que reconociera que, aunque no fuera posible, le habría gustado una vida distinta. Pero no: 'El rechazo a la propia vida es como rechazarse a sí mismo. Yo no querría volver a empezar de nuevo'. '¿Y si al menos pudiéramos retroceder para prolongarla' me empeñaba yo, y se él se reía: 'Pero eso no sería prolongarla, sería echarla un remiendo'.

Cuando llegué a Madrid, en busca de esa libertad que algunos jóvenes añorábamos sin haberla conocido, alguien me habló de una librería que vendía en secreto libros prohibidos. Años después, cuando ya éramos amigos, a Ayala le gustaba escuchar mi aventura con aquel librero vestido de negro (mucho después supe que llevaba luto por la República) que después de verme un día y otro merodear entre las estantería sin comprar nada me preguntó en voz baja: '¿Quieres que te traiga algo de Ayala?'. Y yo que sí, que sí, sin tener idea de quién me estaba hablando. 'No es una anécdota, es un símbolo', le decía yo. Un símbolo de aquella España nefasta que quiso privarnos para siempre de los mejores. En el caso de Francisco Ayala no lo consiguieron. Para nuestro bien.

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