Este artículo se publicó hace 14 años.
La Tate presenta a un Moore más complejo y turbador que el tradicional
La Tate Britain ofrece en una excelente retrospectiva dedicada a Henry Moore una visión mucho más compleja que la tradicional del escultor británico, cuyas grandes figuras reclinadas, a mitad de camino entre figuración y abstracción, adornan numerosos espacios públicos en todo el mundo.
La galería londinense estuvo estrechamente asociada a Moore desde su adquisición en 1939 de la escultura "Recumbent Figure", considerada una de sus obras maestras, y, gracias sobre todo a la generosidad del artista, posee actualmente una de las mayores colecciones de su obra en el mundo, junto a la Henry Moore Gallery de Ontario, coorganizadora de la exposición.
Conocido sobre todo por esas arquetípicas representaciones de la figura humana, de formas orgánicas dominadas por grandes oquedades, Moore (1898-1986) fue en los años de entreguerras un escultor radical tanto en estética como en política y con una veta inquietante y oscura, muy alejada del optimismo humanista que respiran las creaciones que más popularidad le han dado.
La imagen que se tiene de Moore es la de un artista que a partir del "primitivismo" de los años veinte, influido por las colecciones etnográficas que vio en el Museo Británico y por la obra de coetáneos como Brancusi o Epstein, se implicó de lleno en el llamado movimiento moderno para finalmente emerger tras la segunda Guerra Mundial casi como embajador cultural de su país.
Pero, frente a la imagen tranquilizadora que proyectan algunas de sus últimas obras, a las que algunos reprochan su excesiva retórica, Moore fue en sus años jóvenes un artista profundamente afectado por la crisis de civilización, el pesimismo y la ansiedad que marcó a tantos artistas e intelectuales en el período de entreguerras.
Moore vivió como muchos de los jóvenes europeos en carne propia las carnicerías de la Primera Guerra Mundial: fue de hecho uno de los 52 supervivientes entre los 400 integrantes de un batallón gaseado en la batalla de Cambrai (Francia) de 1917.
Tras esa experiencia decisiva, Moore hablaría de una "visión pesadillesca de carne putrefacta", y tal vez ése y otros horrores de la vida en las trincheras explican en parte su iconografía de aquellos años, marcada al mismo tiempo por el impacto del psicoanálisis freudiano.
"Es el suyo -escribe el "curator" Chris Stephens, que compara su reacción a la de otros creadores, como el poeta T.S. Eliot o el novelista D.H. Lawrence- un arte próximo a las condiciones intelectuales y políticas del momento, al trauma de una guerra y la ansiedad ante la posibilidad de otros conflictos, a las nuevas ideas sobre el cuerpo y el sexo".
Moore rechazó desde el primer momento el ideal clásico de belleza -grecorromano o renacentista- y encontró otro más afín a sus preocupaciones en el arte egipcio, en el arte primitivo africano y sobre todo el peruano o mexicano precolombinos.
Así, su impresionante "Reclining figure", de 1929, una de sus primeras obras maestras, está con toda seguridad inspirada en la escultura tolteca de Chac-Mool, el dios de la lluvia, de Chichén Itzá.
En los años treinta se deja sentir en su obra claramente la influencia del surrealismo, en especial de Pablo Picasso, y por esos años su formas fueron volviéndose cada vez más abstractas, a lo que se suma el hecho de que, lejos de esculpir directamente la piedra, comenzara a moldear sus esculturas trabajando con nuevos materiales como el bronce, pero también con la madera.
Con sus extrañas figuras de aire totémico, sus cascos de guerrero, sus esculturas de madres que apartan siempre la mirada del hijo al que amamantan, sus cuerpos retorcidos de mujeres de abultados miembros y diminutas cabezas, sus guerreros amputados y caídos, el Moore que nos muestra ahora la Tate es en efecto mucho más turbador que el artista al que estábamos acostumbrados.
Joaquín Rábago
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