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El agujero de ozono: Una brecha que sigue abierta en el cielo

Pese a que otros dramas ambientales lo han relegado a un segundo plano, no se ha reducido

JACOB PETRUS

Hace 25 años, la ciencia realizó uno de los descubrimientos más dramáticos de la historia, al constatar la existencia del agujero de ozono. Fue en mayo de 1985, cuando la revista Nature publicó un artículo en el que Joe Farman, Brian Gardiner y Jonathan Shanklin describían la pérdida de ozono que sufrían las capas altas de la atmósfera sobre la Antártida. Este estudio se convirtió en una de las primeras constataciones de la influencia negativa de la actividad humana en el planeta, en este caso debido a un conjunto de sustancias compuestas por bromuro y cloro, entre las que destacaban los llamados clorofluorocarbonatos (CFC).

En muy poco tiempo, la preocupación de la comunidad científica se trasladó a la sociedad, que incorporó el agujero de ozono a su vocabulario y su lista de preocupaciones, por más que la expresión no definía exactamente lo que estaba ocurriendo. Los CFC estaban debilitando la capa de ozono, pero no provocando su desaparición.

Los inicios de este descubrimiento se remontan a 1957-1958, cuando se celebró el Año Geofísico Internacional y se empezaron a medir los valores de ozono sobre la Antártida desde la estación Halley, un centro perteneciente al British Antarctic Survey.

El resultado de estas observaciones alarmó a los científicos Paul Cratze, Mario Molina y Sherwood Mowland, que, en 1974, publicaron en Nature un artículo que demostraba la relación entre los CFC y la destrucción de la capa de ozono y que les valió el premio Nobel de Química en 1995. Las alertas definitivas se activaron en 1984, cuando las mediciones mostraron un claro descenso de los niveles de ozono. A partir de ahí, un intenso estudio internacional en 1987, con el uso de aviones, experimentos con microondas y radar láser, confirmó las sospechas y el deterioro que se estaba produciendo en la atmósfera.

Para el científico Jonathan Shranklin, el agujero de ozono supuso 'un descubrimiento crucial que realzaba la importancia de los estudios a largo plazo', pero incluso valora más la lección acerca de la rapidez con la que el planeta puede cambiar debido a la acción humana.

A unos 20 kilómetros de altura sobre la atmósfera de la Tierra se encuentra la ozonosfera, una capa donde se concentra el ozono. No se trata de un gas dominante, puesto que sólo existe una molécula de ozono por cada mil de aire. Nada tiene que ver el ozono atmosférico, el de las capas altas, con el troposférico, que se forma en verano y alrededor de las grandes ciudades. La combinación entre los contaminantes de la industria y de los automóviles, sumada a la elevada radiación solar, provoca una reacción química que forma el ozono, un gas irritante y tóxico que genera graves problemas de salud.

Por el contrario, el ozono de las capas altas tiene un efecto beneficioso al actuar como escudo frente a la radiación ultravioleta. De toda la radiación solar, un 41% es la luz visible y otro 50% la infrarroja, que calienta la piel. Pero la más dañina es transparente para los sentidos: la ultravioleta, el 7%, que causa quemaduras en la piel, cáncer y cataratas. De los varios subtipos de radiación ultravioleta, el ozono atmosférico absorbe la más peligrosa, la UV-B.

Sumando el reflejo de la radiación que ocasiona el hielo y la nieve en la Antártida, la intensidad de la radiación ultravioleta sobre este continente es tan elevada como la que llega a una playa tropical a mediodía. La protección solar extrema se convierte en una necesidad para las personas que trabajan en el continente blanco.

Las evidencias científicas propiciaron la firma del Protocolo de Montreal en 1987, uno de los acuerdos internacionales implantados con mayor éxito, y que limita, controla y regula la producción, el consumo y el comercio de las sustancias que dañan la capa de ozono, principalmente los CFC, utilizados en refrigeradores, sistemas de aire acondicionado y como disolventes industriales. Sus características físicas (no huele, no es tóxico, es estable e inflamable) propiciaron su uso masivo, sobre todo en el hemisferio norte, aunque se dispersaron por todo el planeta.

Los CFC no eran los únicos causantes del agujero de ozono, así que el Protocolo de Montreal también prohibió el uso de los halones, muy utilizados en los sistemas de extinción de incendios; del bromuro de metilo, un pesticida; y de los disolventes tetracloruro de carbono y metil cloroformo.

La recuperación de la capa de ozono es lenta, puesto que los CFC son gases muy estables que permanecen en la atmósfera durante un centenar de años. De hecho, a pesar de las medidas tomadas desde 1987, el agujero de ozono más extenso jamás observado se produjo en 2006, con una extensión de 28 millones de kilómetros cuadrados. Habrá que esperar a 2080 para que los niveles disminuyan hasta los que había en 1950, aunque recientes estudios de la Administración de Atmósfera y Océanos de EEUU ya constatan el descenso de la concentración de CFC en la atmósfera.

La subida de temperaturas que sufre la Tierra por el aumento de los gases de efecto invernadero también colabora a destruir la capa de ozono. Mientras el ascenso térmico se registra en la superficie del planeta, a partir de los diez kilómetros de altura (estratosfera) se produce un proceso inverso de enfriamiento que incrementa la presencia de las nubes estratosféricas sobre las que se destruye el ozono. Por si fuera poco, los CFC han sido sustituidos por los hidrofluorocarbonatos (HFC) y por los hidrocloroflurocarbonatos (HCFC), que no dañan el ozono atmosférico, pero que son gases de efecto invernadero.

La comunidad científica ha planteado alternativas para recuperar la capa de ozono: por ejemplo, aviones supersónicos para inyectar ozono en la estratosfera. Este proceso fue descartado porque los gases de las aeronaves anularían los posibles beneficios. Otra alternativa planteada fue soltar balones rellenos de ozono, pero se necesitarían cerca de cien billones de balones.

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