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Dos cerebros de vuelta en casa

Cuando hay incentivos, la emigración científica tiene marcha atrás

J. Y.

Luis y Alexandra –ambos madrileños, ella de origen portugués– se conocieron como becarios predoctorales en el Centro Nacional de Biotecnología (del CSIC). Al término de sus respectivas tesis, llenaron las maletas y emigraron a Amsterdam con un hijo pequeño, una beca postdoctoral del Gobierno luso y un contrato del instituto holandés que los acogió.

Como para tantos científicos, acostumbrados a una actividad globalizada, la ruta no era la de un penoso exilio, sino una buena oportunidad profesional: aprender y aportar conocimiento en alguno de los grandes templos de la ciencia mundial. Durante los cuatro años y medio de estancia postdoctoral, nunca tuvieron decidida una fecha voluntaria de regreso, ni tampoco la clara decisión de hacerlo. No obstante, sendos contratos les permitieron incorporarse al Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas, el instituto que dirige Mariano Barbacid.

“Nos sorprendió que Madrid ya era más caro que Amsterdam, incluso en la vivienda, y nuestros sueldos aquí se reducían una cuarta parte”, recuerda Alexandra. Ahora se confiesan afortunados por haber encontrado el camino de regreso, aunque dicen que no ven “el futuro nada claro”.

Aún no han pasado dos años de su vuelta a España, pero saben que sus contratos tienen caducidad. El de ella, un Ramón y Cajal, dura cinco años. Luis, con un contrato temporal por tres años con el propio instituto, puede beneficiarse de que al ser una fundación tiene libertad para gestionar sus recursos humanos, aunque se enfrenta a la encrucijada legal que obliga a su empleador a convertir su contrato en indefinido o, si no, a cancelarlo.
“Otro problema es que no tenemos grupo propio, así que no podemos firmar trabajos como directores y entonces no podemos optar a proyectos propios. Es una pescadilla que se muerde la cola”, explica Alexandra.

Con tres hijos y rondando ya la cuarentena, esta pareja no se plantea una segunda emigración en busca de más estabilidad. “Para la ciencia no existen fronteras, pero sí para los niños”, dicen.

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