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Gusto o Ciencia

El debate científico sobre la edad de la Tierra ilustra la ardua tarea para lograr conocimientos fiables

DANIEL MEDIAVILLA

Quien afirme hoy que el Universo fue creado hace poco más de 4.000 años o que los tiranosaurios compartieron la Tierra con los hombres desde el principio de los tiempos se encontrará, al menos en Europa, con un gran número de personas que le rebatan con vehemencia. Sin embargo, muchos de los que defienden las teorías científicas modernas lo hacen basándose en la credibilidad que les transmite un sistema determinado, y tendría serias dificultades para argumentar su postura o llegar por sí mismos a las conclusiones con las que construyen su imagen del mundo. Una postura no muy distinta, en el fondo, de la de los religiosos decimonónicos que calculaban la edad de la Tierra basándose en la Biblia, una fuente, para ellos, de la mayor credibilidad.


El argumento lo defendía George Bernard Shaw en el prefacio de su obra Androcles y el león. Para el escritor irlandés, si un clérigo le hubiese dicho a Guillermo el Conquistador que el sol se encontraba a 77 millas de distancia, Guillermo le habría creído porque con su mentalidad medieval sentiría que esa cifra era razonable. Sin embargo, decía, “un monarca moderno, sabiendo tan poco sobre el tema como el rey normando, habría enviado al clérigo al asilo. Sin embargo, aceptará sin dudar la última estimación de 92 millones de millas”. “Lo que él cree puede ser cierto, pero esa no es la razón por la que lo cree; lo cree porque de algún modo misterioso la cifra es atractiva para su imaginación”, explicaba y añadía: “La creencia es literalmente una cuestión de gusto, y los gustos son cuestión de modas”.

El planteamiento puede ser cierto para casi todos nosotros y, sin embargo, echar un vistazo a algunas de las controversias del pasado muestran cómo se ganaron nuestra credibilidad los que prefirieron mirar a la naturaleza en busca de la verdad en lugar de asumir la revelación sin masticar.

La edad de la Tierra
Hace tan sólo 100 años no se sabía qué edad tenía la Tierra y la Biblia había sido hasta entonces una de las principales herramientas para calcular cuándo tuvo lugar el inicio de los tiempos. Así, Newton dató el día de la creación en el 3.998 a.C. y el obispo irlandés James Ussher llegó a proponer en el siglo XVII una fecha exacta: el 23 de octubre del 4.004 a.C.
A partir del siglo XIX aparecieron planteamientos más fundamentados. El físico inglés William Thomson, más conocido como Lord Kelvin, calculó la edad de la Tierra en 100 millones de años. “Asumió que al principio, el planeta había sido un globo de material líquido y después estimó (empleando la segunda ley de la termodinámica) el tiempo que habría necesitado para llegar a la temperatura actual”, explica Cherry Lewis, investigador de la Universidad de Bristol (Reino Unido) y autor del libro The Dating Game. Esta estimación coincidía con la realizada por otros geólogos como John Joly, que fijó la edad de la Tierra en una cifra similar a la de Kelvin con otro ingenioso método. Partió de un mar original de agua dulce y calculó cuánto tiempo habría sido necesario para que el mar alcanzase los niveles actuales de salinidad.

Darwin necesitaba tiempo
Los resultados de Kelvin no eran convenientes para otras teorías científicas, entre ellas la de la de la evolución por selección natural propuesta por Charles Darwin. En su viaje por el mundo a bordo del Beagle, el naturalista británico había observado cómo las distintas condiciones ambientales y geográficas habían dado lugar a distintas especies. Pero para que su teoría funcionase y los pequeños cambios sufridos por los animales en cada generación pudiesen dar lugar a la gran cantidad de especies que existen, Darwin necesitaba que la edad de la Tierra fuese mayor que la calculada por Kelvin. “Como dijo Thomas Huxley, el principal defensor de Darwin, ‘la biología toma su tiempo de la geología’”, recuerda Lewis.

Huxley ya había defendido las teorías de Darwin en un debate con el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, en 1960. Entonces, el prelado llegó a preguntarle al científico si descendía de un mono por parte de padre o por parte de madre. Años después, tuvo un nuevo encuentro de alto nivel para defender a su amigo, pero en este caso frente al científico británico más prestigioso de la época: Lord Kelvin. Éste defendía que, con la edad de la Tierra que él había calculado, sólo el diseño inteligente habría permitido la enorme diversidad biológica. Como cuenta el profesor de la Universidad de Northern Illinois (EEUU) Joe Burchfield, el gran prestigio de Kelvin y la falta de argumentos concluyentes por parte de Huxley hicieron que, por el momento, el Lord obtuviese la victoria.

Pero la situación cambió cuando, en los últimos años del siglo XIX, el matrimonio Curie y Henri Becquerel descubrieron la radiactividad. Este proceso echó por tierra los métodos empleados hasta ese momento para conocer la edad del planeta. Por un lado, se supo que en la Tierra había elementos que generaban calor, con lo que calcular su ritmo de enfriamiento sin tener en cuenta esta característica invalidaba los resultados. Por otro, se supo que los elementos radiactivos se degradaban durante siglos a un ritmo que se podía medir. Era una herramienta perfecta para datar rocas.

Meteoritos para datar la Tierra
Por curioso que parezca, la edad de la Tierra no se estimó con rocas de este planeta, sino a través de meteoritos. “Las rocas en la Tierra han sufrido un proceso de reciclaje que resetea su reloj geológico”, afirma Cherry Lewis. Por el contrario, se cree que los meteoritos no han cambiado desde los orígenes del sistema solar. Gracias al sistema de datación por uranio-plomo desarrollado por Arthur Holmes, la edad del planeta estimada alcanzó en los años 20 los 3.000 millones de años, superando incluso la del Universo que, por entonces, se estimaba en 1.800. Finalmente, en 1956, a través de fragmentos de un meteorito caído en Arizona, la edad de la Tierra se fijó en 4.550 millones de años.
Durante años, mediante técnicas que han logrado su credibilidad porque cualquier persona podría reproducir en cualquier lugar y porque siempre existe la posibilidad de poner a prueba todos los resultados, se logró conocer una fecha que dio espacio para la evolución de Darwin o la teoría de las placas tectónicas.


Hoy, otras formas igual de ingeniosas para lograr información siguen cambiando la visión del mundo. Una de ellas tiene que ver con el conocimiento del clima del pasado. Como sucedió con la edad de la Tierra, los científicos han sido capaces de leer la historia del planeta en los insospechados lugares donde ésta suele estar escrita. Uno de ellos son las muestras de hielo recogidas en la Antártida. En estos cilindros helados, el grosor de las distintas capas acumuladas con el paso del tiempo permite conocer las precipitaciones en un periodo determinado y el aire atrapado en los copos de nieve que caían ha proporcionado mucha información sobre cómo era la atmósfera en el momento en que se formó el hielo. Así se pudo obtener información sobre el clima antiguo para compararlos con el moderno y comprender que algo no marchaba bien.
Es posible que muchas de las personas preocupadas por el cambio climático no tengan muchos más argumentos que la fe para justificar su preocupación y que, como decía Shaw, lo que decidimos creer sea cuestión de gusto, pero habría que tener en cuenta que hay unos gustos mejores que otros.

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