Este artículo se publicó hace 16 años.
El mayor experimento del mundo
Hace 50 años, un "griego loco" quiso rodear la Tierra con un ‘cinturón mortal’ de radiación
Cuando se ganaba los dracmas trabajando en una empresa ateniense de ascensores, seguramente nunca sospechó la exorbitante altura a la que llegarían sus creaciones. Y en más de un sentido; no sólo el experimento que ideó se realizó a 540 kilómetros sobre la superficie terrestre, sino que la movilización de personal, equipo y presupuesto, sumada a las consecuencias que predecían sus cálculos, hicieron que la operación Argus diseñada por el físico Nicholas Christofilos mereciera para el diario The New York Times los honores de ser “el mayor experimento jamás realizado”.
Christofilos nació en 1916 en Boston, hijo de emigrantes griegos que siete años después se dejaron vencer por la nostalgia y recogieron velas de regreso a Europa. En Atenas, el espabilado Nicholas estudió ingeniería mecánica y eléctrica, pero su afición por la física le empujaba a preguntarse qué mecanismos animaban los aparatos de radio que le gustaba reparar. Sin formación en ciencia básica, comenzó a engullir textos de física nuclear en alemán. Con el paso de las páginas y los años, su interés por los aceleradores de partículas le llevó a enunciar en 1949 un principio que rompía moldes, pero que no fue valorado por la comunidad científica de EEUU, a la que comunicó por carta sus hallazgos, hasta que alguien más creíble que él lo redescubrió.
El descubrimiento de Christofilos explicaba la radiación atrapada, un curioso comportamiento de las partículas cargadas observado a finales del siglo XIX por un físico noruego llamado Kristian Birkeland. Un chorro de electrones dirigido hacia un imán en una cámara de vacío parecía canalizarse espontáneamente hacia el polo magnético, como siguiendo el camino del hormiguero. El matemático Carl Stoermer, amigo de Birkeland, trató de formular este fenómeno, pero fue Christofilos quien logró traducir a símbolos el misterioso encantamiento electrónico.
Planeta magnético
En todo imán, sus polos norte y sur están unidos por líneas de fuerza curvadas en forma de C. En el caso de la Tierra, un gigantesco imán, los extremos de la C se dirigen respectivamente a los dos polos magnéticos, que no coinciden con los geográficos. Uniendo todas las C que circundan el planeta, se obtendría un campo de fuerza con forma de neumático de coche, en cuyo centro estaría empotrada la Tierra. Pero como ocurre con las isobaras de los mapas meteorológicos o con las curvas de nivel de los topográficos, cada línea es una representación abstracta que une los puntos de un valor determinado; el dibujo de la situación real sería uno de innumerables líneas infinitamente juntas. Del mismo modo, ese campo magnético terrestre estaría formado por infinitos neumáticos concéntricos, uno dentro del siguiente, como las muñecas rusas.
Al inyectar en ese campo partículas con carga, por ejemplo electrones, el chorro toma como raíl una C de la sección del neumático. Las partículas inyectadas recorren la C de un extremo al otro y luego de vuelta en sentido contrario, una y otra vez. Cuando las partículas chocan con el extremo de la C, se produce un hermoso espectáculo irisado que ocurre de forma natural cuando el Sol lanza alaridos magnéticos; es la aurora polar. Al mismo tiempo, esos electrones se desplazan lateralmente, saltando de una C a la próxima para recorrer la banda de rodadura del neumático o, en términos terráqueos, siguiendo los paralelos del planeta.
La extrapolación del esquema del imán a la Tierra fue una iluminación de Christofilos. Así, predijo la existencia de colosales neumáticos de fuerza magnética en torno al planeta antes de que su descubridor formal los bautizara con su propio nombre: cinturones de Van Allen. Por entonces, Christofilos tomaba carrerilla hacia el podio del triunfo. Su teoría había sido redescubierta y el mecánico griego especializado en ascensores se había ganado una silla para investigar en uno de los santuarios de la física de altas energías, el Laboratorio de Radiación de Livermore, dependiente de la Universidad de California en Berkeley.
Desde su nueva trinchera de la investigación militar y ultrasecreta, con acceso al saco sin fondo del Departamento de Defensa, Christofilos propuso la idea más audaz y atrevida que otros colegas nunca hubieran osado proponer o, caso de hacerlo, nunca hubieran obtenido el sí. Armado con un discurso cautivador y una brillante tenacidad, en octubre de 1957 el físico autodidacta arrancó al Gobierno de EEUU el compromiso de ensayar sus hipótesis y sus tentadores usos estratégicos en la plataforma más cara y perfecta que un científico podría ambicionar: el planeta Tierra.
La idea de Christofilos era detonar bombas nucleares de hidrógeno a gran altura para inyectar electrones en el campo magnético terrestre. Si su hipótesis funcionaba, esto crearía un cinturón artificial de radiación, el cinturón de la muerte, que se extendería por los neumáticos envolviendo el planeta, y que podría inactivar satélites y comunicaciones del enemigo para devolverlo a la edad de piedra, e incluso pulverizar un misil intercontinental. La Guerra Fría corría hacia su apogeo y una moratoria de los ensayos nucleares parecía inminente, por lo que el Pentágono se apresuró a construir una aparatosa operación en tiempo récord. En abril de 1958 se creó la Task Force 88, una fuerza exclusivamente dedicada a preparar y ejecutar la que se denominó operación Argus. Los datos describen un proyecto descomunal: nueve buques de la armada estadounidense, un satélite –el Explorer 4– lanzado ex profeso para el experimento, una dotación de 4.500 efectivos entre militares y científicos civiles, y un presupuesto de nueve millones de dólares de 1958, cuando una familia media en aquel país ingresaba anualmente unos 5.000 dólares.
El de Christofilos no fue el primer ensayo nuclear exoatmosférico. Entre 1958 y 1962, EEUU y la Unión Soviética condujeron cerca de una veintena de estas detonaciones. Argus, que siguió a la Operación Hardtack, fue el único programa que se mantuvo en secreto. La tercera de las explosiones de Hardtack, llamada Orange, había tenido lugar dos semanas antes de Argus. La bomba se activó a 43 kilómetros sobre la superficie terrestre, una bagatela en comparación con las cifras que se manejaron para Argus. Para que su neumático envolviese todo el planeta, Christofilos necesitaba más altura, aunque no se precisaba una potencia extraordinaria. Las cargas, de 1,7 kilotones –la de Hiroshima fue de unos 15 kilotones– se montaron en las cabezas de misiles modificados X-17A. El barco elegido para los lanzamientos fue el USS Norton Sound, y el lugar se determinó seleccionando un meridiano magnético, de modo que los extremos de la C no tocaran regiones habitadas. Para el extremo norte se escogió un sector del Atlántico entre la Península Ibérica y las islas Azores; el otro cabo de la C, el punto de despegue, caía entonces en el Atlántico sur, a 1.800 kilómetros al suroeste de Ciudad del Cabo.
Una siniestra aurora boreal
El 27 de agosto se lanzó el primer cohete, que estalló a 200 kilómetros de altitud. El segundo, el 30 del mismo mes, trepó hasta 240 kilómetros. La apoteosis llegó con la última explosión, el 6 de septiembre, a 540 kilómetros, la mayor altura jamás alcanzada en un ensayo nuclear. Aquel día, los habitantes de las Azores disfrutaron de una hermosa, aunque siniestra, aurora boreal. La película de la operación, filmada por el Gobierno de EEUU, explica que el desplazamiento de los electrones a lo largo del paralelo terrestre llevaba las partículas al este, hacia la Península Ibérica.
Christofilos pudo verificar algunas de sus teorías, pero no hay pruebas de que el cinturón de la muerte hubiese funcionado. Las explosiones fueron tal vez débiles, lo que limitaba el alcance de la dispersión de electrones. Pero según publicó un año más tarde en varios artículos científicos, los datos de los satélites y de las estaciones de tierra demostraron que sus electrones habían cubierto la Tierra. Ese mismo año, The New York Times descerrajó el secreto del mayor experimento del mundo, y la revista Life presentó a Christofilos como “el griego loco”.
Basándose en las teorías del científico, los ensayos exoatmosféricos prosiguieron hasta 1962. La Operación Dominic escaló las proporciones hasta 1,4 megatones –93 bombas de Hiroshima– a 400 kilómetros de altitud sobre el atolón de Johnston, en el Pacífico; fue el disparo Starfish Prime, el 9 de julio de 1962. Alumbró una aurora boreal de siete minutos, fundió líneas eléctricas y comunicaciones en Hawai, inutilizó siete satélites y creó un cinturón artificial de radiación que duró diez años. Curiosamente, los mismos que tardó en apagarse, de un infarto, la vida del ideólogo de la radiación atrapada en un cinturón mortal. Fue admirado por sus contribuciones a los aceleradores de partículas y a la física del plasma, pero como otros científicos de la Guerra Fría, creyó que era necesario liberar a la serpiente para conjurar el peligro de su mordedura. Dijo en una ocasión: “Antes de explorar otros planetas, debemos asegurarnos de que podremos seguir viviendo en el nuestro”.
Zar, la hija de Kruschev, la madre de todas las bombas
En 1961, la Guerra Fría escalaba hacia su cénit. Las dos potencias daban por liquidada una moratoria nuclear, y la partición de Berlín se cernía sobre el horizonte. En el intercambio de alardes de fuerza, el premier ruso Nikita Kruschev ordenó fabricar la mayor arma atómica jamás detonada. La Bomba Zar (de nombre en clave Gran Iván) se diseñó para una potencia de 100 megatones, reducidos a 50 –más de 3.300 bombas de Hiroshima– para disminuir la lluvia radiactiva, que caería sobre regiones pobladas de la URSS. El monstruoso ingenio se lanzó, desde un avión Tupolev 95 adaptado, sobre el archipiélago de Nueva Zembla, a las 11:32 del 30 de octubre de 1961. La explosión fue equivalente a 10 veces todas las bombas lanzadas en la Segunda Guerra Mundial, al 1% de la energía del Sol, o a la millonésima parte del impacto del asteroide que extinguió los dinosaurios. Por sus excesos, era inútil como arma.
El siglo del hongo atómico
Más de 2.000 tests nucleares
Según datos del Consejo de Defensa de los Recursos Naturales, entre 1945 y 1996 se efectuaron 2.045 ensayos nucleares, sumando atmosféricos y subterráneos. De ellos, 1.030 corresponden a EEUU, 715 a la URSS, 210 a Francia, 45 al Reino Unido, 45 a China, y uno a la India. El año más intenso fue 1962, con 178 explosiones.
18 bombas exoatmosféricas
Del 28 de abril de 1958 al 4 de noviembre de 1962, EEUU y la URSS detonaron un total de 18 bombas nucleares a una altitud superior a 20 kilómetros. La de mayor altura fue Argus III, a 540 km. Las más potentes, Hardtack Teak y Hardtack Orange (EEUU), ambas de 3,8 megatones y a alturas respectivas de 76,8 y 43 km.
Jugar con fuego
En 1962, tres ensayos fallidos de EEUU contaminaron de radiación el atolón de Johnston. La bomba Starfish Prime, detonada con éxito, apagó electricidad y comunicaciones en Hawai. La Operación K de la URSS dejó sin luz ni teléfono a grandes regiones y quemó una central eléctrica.
Víctimas de la Guerra Fría
Por un error de diseño, la bomba de EEUU Castle Bravo explotó con 15 megatones (2,5 veces lo previsto). La contaminación pudo afectar a 20.000 personas. En Kazajistán nunca se evacuó a casi un millón de habitantes. Hoy hay miles de damnificados y un museo que exhibe fetos deformes.
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