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Un ‘robocop’ de patrulla en Etiopía

Una investigación antropológica en la frontera de Etiopía y Sudán ejemplifica el trabajo científico en un mundo premoderno. Su sofisticado equipo sirve de poco cuando surgen problemas imprevistos.

XURXO AYÁN VILA

El ciudadano de a pie tiene dos cosas claras: la primera, las ciencias tienen una utilidad, pero la Arqueología lo tiene difícil para demostrar la suya; la segunda, en África tienen ya suficientes problemas como para que además, vayan unos arqueólogos a tocarles las narices.

Más de un amigo me preguntaba, antes de viajar a Etiopía con la Misión Arqueológica Española en el Nilo Azul (formada por investigadores del CSIC y de la Universidad Complutense de Madrid): “Pero, ¿qué vais a hacer allí?”.

La Etnoarqueología es útil y nuestro trabajo de campo tiene sentido. No obstante, el choque cultural provoca situaciones que el científico no prevé.

La investigación que desarrollábamos en la región de Benishangul-Gumuz se centraba en el estudio de la realidad multicultural de los distintos grupos étnicos que conviven en la frontera entre Etiopía y Sudán.

El diseño de un Museo en la capital provincial que mostrase la realidad de la zona, se combinaba con el estudio de la cultura material y de la forma de asentamiento del pueblo gumuz, asentado en la zona de Metekel.

Los gumuz fueron víctimas de la exclavitud hasta mediados del siglo XX.

El lector podrá imaginar a unos científicos sociales españoles en un poblado como Bowla Dibas’i, donde no veían a un faranji (extranjero) desde la época de la ocupación italiana (1936-1941).

Un ‘faranji’ igual que un robot

Mi pinta un día cualquiera en el poblado me asemejaba a la de Robocop. A la espalda, la mochila con el GPS, rematado por una antena muy poco discreta. Un cable conectaba el aparato con la libreta electrónica que llevaba en la mano derecha, con un teclado ergonómico para grabar los datos que me permitían elaborar una planimetría del poblado.

El disfraz se completaba con una cámara fotográfica digital al cuello y un MP3 con auriculares. MP3, GPS, equipos de posicionamiento por satélite con estación base para correción diferencial, estación total topográfica, teodolito, software de análisis geográfico y teledetección para el tratamiento de datos topográficos: TCP/MDT y SURFER 8... Paseaba con todo un despliegue tecnológico por un mundo premoderno.

Al poco de comenzar a caminar y grabar puntos con el GPS adiviné que por encima de la región de Metekel sobrevolaban al menos diez satélites estadounidenses, que velaban por la seguridad del Imperio en el cuerno de África. La geoestrategia facilitaba la precisión de mi trabajo en un punto perdido de la cabecera del Nilo Azul.

Cierto día, como otro cualquiera, comienzo así a definir los contornos de las cabañas del barrio.

La madre de dos chicas que trabajan en un hórreo se acerca y me saluda amistosamente. Es mayor, el tiempo pasado se resguarda en los surcos de su cara.

No hablamos el mismo idioma, pero nos entendemos perfectamente. Me tira de la camisa e intenta explicarme que necesita ropa, que no tiene nada que ponerse. Saco de la mochila una camisa de algodón, blanca, talla XXL.

La mujer, entre lágrimas, me acaricia las manos, llegando a arrodillarse dando gracias –vine aquí a aprender de esta gente, pero esa actitud de respeto me impide superar mi mala conciencia de hombre blanco en África, heredero, sucesor, artífice y reproductor de siglos de opresión y de humillación–.

La mujer se pone la camisa y, como era de esperar, le llega hasta las rodillas. La risa de los gumuz es contagiosa. Para agradecerme el detalle, me ofrece un puñado de frutos secos, que me como, para no quedar mal.

Continúo por la senda. No sé cuántos grados de temperatura hay, pero el calor comienza a ser inaguantable. A los 20 minutos comienzo a sentir un fuerte picor en la garganta, como si hubiese fumado un paquete de Ducados en media hora.

Pocas veces me he mareado en la vida, pero esta vez comienzo a encontrarme realmente mal. En mitad del poblado de Bowla Dibas’i, mientras unos niños me miran de lejos, comienzo a vomitar, totalmente destrozado.

Me deshago como puedo del GPS, la libreta electrónica y demás artilugios y me echo a la sombra más cercana. Todo me da vueltas. La intoxicación involuntaria del faranji de las greñas “como la luz del sol” provocada por la señora agradecida llega a oídos de todo el poblado. Según me entero después, esos frutos secos sólo se pueden comer una vez cocidos.

Mientras Robocop sufre un colapso de sus cortocircuitos, un perro esquelético se tumba a mi lado, lamiéndome la mejilla. Los vecinos comienzan a murmurar y a darse golpes con los codos, en un gesto de complicidad, partiéndose de risa. Porque es verdad que la risa de los gumuz es contagiosa, muy contagiosa.

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