Claude Lanzman ha dado al mundo el relato más aterrador de todos los que se han contado jamás sobre el Holocausto. En su descomunal Shoah (1985) hay casi diez horas de testimonios sobre el exterminio en los campos de concentración. Ahora, cuando han pasado casi treinta años del estreno de aquella película, un documento histórico imprescindible en la historia de la humanidad, el cineasta regresa al mismo espeluznante territorio con El último de los injustos, otra aportación asombrosa sobre el horror.
Presentada en Cannes fuera de concurso, en la película Lanzmann recupera una serie de entrevistas con Benjamin Murmelstein, el último presidente del Consejo Judío del campo de concentración de Theresienstadt y único superviviente de aquellos que ocuparon este cargo. Acusado de colaboracionista por su pueblo, absuelto por los tribunales, el rabino acepta aquí el desafío de Lanzmann y explica cómo y por qué salvó su vida, y cómo consiguió salvar la de miles de judíos. 'Claro que había cierto riesgo, pero yo contaba con que cuando tuvieran que elegir tendrían dos posibilidades: gasearme o llevarme ante la Cruz Roja (para que leyera un discurso que ellos habrían revisado). Entre la cámara de gas y la Cruz Roja'.
Las entrevistas forman parte del material que el cineasta grabó durante los doce años que dedicó a la realización de Shoah. Estos encuentros con Murmelstein tuvieron lugar en Roma, en 1975, pero finalmente quedaron fuera del montaje definitivo de la película. 'Me ha llevado mucho tiempo darme cuenta de que no tenía derecho a guardármelo para mí solo', reconoce Claude Lanzmann refiriéndose a estas conversaciones, con las que ambos personajes recorren una vez más el horror del campo de concentración de Theresienstadt (hoy Terezín).
En los escenarios reales donde ocurrieron los acontecimientos que se relatan y siguiendo las propias palabras que escribió Benjamin Murmelstein en su libro Terezin, il ghetto modelo di Eichmann, el cineasta recupera la memoria del espanto. Rescata la atrocidad de Terezín, del gueto de Theresienstadt.
A 60 km al noroeste de Praga, Theresienstadt es una ciudad fortaleza edificada a finales del XVIII, que fue elegida por los nazis para lo que Adolf Eichmenn llamó 'un gueto modelo'. En los periodos más concurridos llegaron a vivir allí hasta 50.000 judíos. En ella se instauró un Consejo de Ancianos Judíos, compuesto por doce miembros y un presidente, llamado Judenälteste -'el judío más anciano'-.
Entre noviembre de 1941 y la primavera de 1945 hubo tres presidentes. Al primero, Jacob Edelstein, le deportaron a Auschwitz, mataron de un tiro en la nuca ante sus ojos a su mujer y a su hijo y después le ejecutaron a él. El segundo, Paul Eppstein, murió también de un tiro. El tercero, Benjamin Murmelstein, 'el más inteligente de los tres y, tal vez, el más valiente', consiguió evitar las deportaciones y la muerte, lo que le condenó ante su pueblo y provocó el que algunos supervivientes dirigieran su odio hacia él.
Acusado de colaborar con los nazis y, aunque podría haber huido, fue apresado por los checos y pasó 18 meses en prisión antes de ser liberado de todos los cargos. Exiliado a Roma, es el único presidente de un Consejo Judío que sobrevivió a la guerra.
Claude Lanzmann comienza este relato de casi cuatro horas en el andén de tren de Bohusovice, donde 140.000 judíos fueron desembarcados para ser enviados a Terezin. Su llegada fue un espectáculo dantesco. Allí comprendían las víctimas a dónde iban. 'El Führer regala una ciudad a los judíos', decía la propaganda nazi. La realidad era otra, plagas de piojos, un hedor insoportable, excrementos por todas partes, sin agua, un calor sofocante... judíos errantes por las calles, viejos desorientados... sin suficiente espacio para todos.
Allí 'la organización de la muerte progresa', escribió en su libro Murmelstein, refiriéndose a los cuatro hornos crematorios y a los ataúdes que no se cerraban porque se reutilizaban una y otra vez. 'Para los vivos lo peor está a punto de llegar'. Lanzmann lee estas palabras en las mismas calles de Terezin antes de mostrar las imágenes de 1975.
Roma. Empieza la entrevista.
-'¿Y es feliz en Roma?'
-'En la medida en que puede ser feliz un judío exiliado, sí'.
-'Es extraño volver a ese pasado aquí en Roma (...) ¿Cómo se siente cuando habla de ese pasado hoy?'.
La respuesta de Murmelstein es seca.
- 'Mirar atrás nunca es muy agradable'.
Y el rabino menciona entonces la leyenda de Orfeo y Eurídice. A partir de ahí, la película -que sigue mostrando impresionantes documentos de la época- sigue avanzando en la historia del campo de concentración, pero también en la del propio rabino.
'Cuando llegué para el interrogatorio en la prisión de Pankratz de Praga en 1945 la pregunta que me hicieron fue: ¿Por qué está usted vivo?', recuerda éste, que cuenta cómo enseñó el pasaporte de diplomático de la Cruz Roja internacional para demostrar que podría haber escapado y evitarse el juicio, pero que no lo hizo. 'Yo sobreviví porque tenía que contar un cuento, el cuento del paraíso de los judíos, de Theresienstadt, el gueto modelo de Eichman'. Y la referencia ahora es a Las mil y una noches.
La historia de Murmelstein es una historia de terror, de muerte y de miedo, pero también de valor y arrojo. Es un relato que necesita para entenderse del de los anteriores presidentes del Consejo Judío. 'Decidieron inflar el terror con más terror, ahorcando a los hombres. Exigieron al presidente del Consejo Judío, Jacobo Edelstein, el más anciano, que encontrase un verdugo. Si no, sería él el ahorcado'. Aterrorizado, fue a los carniceros, encontró tres, pero estos se negaron. Finalmente, dio con un tal Fischer, de la morgue de Brünn, que aceptó a cambio de una copa de ron y de tabaco de mascar. Y empezaron los ahorcamientos delante de los miembros del Consejo. 'Hacen chistes, se ríen. Tratan de ocultar el horror que su propia acción les produce a base de humillar e insultar a los que van a morir a sus manos'. Si Edelstein se hubiese negado al primer ahorcamiento, las cosas podrían haber sido diferentes, dice el propio Lanzmann ante la cámara, a la que narra esta pavorosa anécdota, tras la que destacar poco después que Murmelstein siempre se negó a hacer listas de deportados para los convoyes de los nazis.
-'¿Se considera usted un héroe?'
-'No. Es cierto que hice cosas que otros no hicieron, pero no por ello soy un héroe. No estoy loco. En el circo, el funámbulo tiene debajo una red de seguridad que el público no ve. Caminé por una cuerda peligrosa, pero debajo siempre tuve una red de seguridad. Cuando el 5 de octubre de 1944 dije: ‘Yo no organizo convoyes. Si queréis, hacedlo vosotros mismos', sabía perfectamente que no podían hacerme nada. Porque era el último. Liquidaron a Eppstein, Edelstein, Zucker... Ya no quedaba nadie. Si me hubieran liquidado, no habrían sabido qué hacer con el gueto (...) Claro que había cierto riesgo, pero yo contaba con que cuando tuvieran que elegir tendrían dos posibilidades: gasearme o llevarme ante la Cruz Roja (para que leyera un discurso que ellos habrían revisado). Entre la cámara de gas y la Cruz Roja'.
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