Este artículo se publicó hace 13 años.
Entre Dios y la Policía
A lo largo de diez siglos, los papeles han pasado de ser un privilegio a una obligación que crea nuevas exclusiones
Aparentemente sin misterio, la identificación de las personas supone, además de un asunto de vital importancia práctica en nuestra época, un campo cuyo estudio descubre las profundas transformaciones de las mentalidades que han hecho falta para que hoy nos parezca natural, por ejemplo, que nuestro número de DNI nos represente legalmente.
Algunas de las transformaciones más importantes de los últimos diez siglos están recogidas en Historia de la identificación de las personas (Ariel), una excelente síntesis apenas 150 páginas de las investigaciones más relevantes de este ámbito escrita por dos historiadores franceses, Ilsen About y Vincent Denis. La mayoría de los trabajos citados han sido escritos en los últimos 20 años a rebufo del fenómeno de las migraciones internacionales y de la extensión del control de seguridad.
En la Edad Media, los sellos podían llevar pelos y uñas de los representados
La síntesis, centrada en el marco europeo, arranca en el año 1000. Las transformaciones de la época medieval son las que mejor revelan las resistencias que los distintos dispositivos han tenido que vencer para evolucionar desde el reconocimiento cara a cara a otros basados en signos que representan a la persona a distancia. El mejor ejemplo, una vez recuperado el sistema de nombre y apellidos en el siglo XI, es el del sello: "Una oblea de cera o una bola de metal presionada por una matriz que imprime su huella", que conoció una rápida extensión con el auge de la escritura y servía, entre otras cosas, para garantizar las transferencias de propiedades.
"El éxito del sello se explica [en parte] por su función de sustituto de la persona, a la que vuelve presente' en el acto", explican los autores. Una conversión en signo, sin embargo, a la que no dejaban de resistirse las partes contratantes. Quizá temiendo que el mundo se les fuera a ir de las manos, insertaban "cabellos, uñas o una huella del dedo en el reverso de la cera", como si de una "prolongación física de la persona" se tratara.
Por supuesto, nada de este desapego fue posible sin el permiso de Dios, una vez su hijo se hizo pan en la hostia consagrada. "Una mutación tal, que hacía del signo un sustituto de la persona legal, se hizo posible por la transformación del concepto que tenían los teólogos de los signos, mediante los debates sobre la eucaristía y la presencia real' de Cristo que tuvieron lugar en los siglos XI y XII", se lee.
Las marcas jurídicas se inscribían en la piel mismade los condenados
Esa misma concepción acabó permitiendo también separar al cuerpo de la escritura. Las marcas judiciales, que primero se inscribían directamente sobre la piel del condenado, casi como en La colonia penitenciaria de Franz Kafka, evolucionaron luego hacia el expediente y los archivos donde se describía el aspecto de los fichados: ahora los cuerpos eran captados en los textos, y no a la inversa. La huella digital manchada de tinta nos recuerda todavía ese umbral entre el nombre y el cuerpo.
La nacionalizaciónCuando la soberanía dejó de ser un atributo divino de los monarcas y empezó a emanar del cuerpo de la nación, y los estados consolidaron sus fronteras territoriales, surgió también la necesidad de definir y controlar a sus poblaciones. "Bajo el nombre de policía' los gobiernos ponen en marcha dispositivos para enmarcar la vida de las poblaciones, [...]y permitir su coexistencia en el marco urbano", resumen los dos historiadores.
En ese contexto se generalizaron los pasaportes, que fueron obligatorios antes para los ciudadanos que para los extranjeros, y los registros de nacimientos, matrimonios y defunciones, durante siglos anotados por las autoridades eclesiásticas, se convirtieron por fin en un registro civil centralizado por el Estado. El primero, el de Francia, en 1792. Hoy, el documento nacional de identidad es casi un certificado de existencia.
Los dispositivos de identificación hace crecido hasta volverse omnipresentes y por eso mismo imperceptibles. El desarrollo tecnológico multiplica esa capacidad de perfeccionamiento e invisibilización. Pero, como bien subrayan los autores, eso no significa que en la actualidad no quepan otras épocas. En muchas estaciones de metro y autobuses de Madrid, sin ir más lejos, se ha vuelto habitual que la policía, uniformada o de paisano, paren a inmigrantes sospechosos de serlo y no tener papeles. El primer indicio, de nuevo, vuelve a ser el rostro.
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